
—La princesa de rizos rubios… era guapísima, ¿verdad?
—No era mi tipo, la verdad.
—Era… resplandeciente, con esa piel tan blanca como la nieve, esos ojos azules como el cielo, esa boca tan roja como…
—¿Las rosas?
—¿Cómo sabías que iba a decir eso?
De Riteris suspiró.
De Riteris sacó de allí a Bruni de un tirón, y lo dejó llorar sobre su hombro hasta que estuvo en condiciones de caminar. Estuvo tentado de pedirle que no volviera a abrazar ningún árbol, pero se contuvo. No hay nada más sagrado que la libertad para poder abrazar lo que a uno le dé la gana.
La muchacha que ya no sabía quién era suspiró. Qué sencillas y hermosas parecían las maldiciones de los cuentos, esas que se rompían con un solo beso permitiendo que los protagonistas fueran felices para siempre.
Consigues que me apetezca ahora mismo levantarme del sofá para ir corriendo a leerlo. Gracias 🙂