Hacía mucho que un libro no me cabreaba tanto como Pánico, de Lauren Oliver. Resumo mucho, para poneros en situación: llegan las vacaciones y los chicos del último curso del instituto (17 o 18 años) de un pueblo neoyorquino se embarcan en un juego en el que tienen que superar una serie de pruebas peligrosas. Al final del juego (y del verano) el ganador se embolsa una cantidad brutal de dinero que durante todo el año han ido pagando religiosamente todos los alumnos del instituto a razón de un dolar diario. Esto sucede cada verano. Raro es el año en el que no muere alguien, pero un pacto de silencio que involucra a todos los chicos del pueblo hace que ni la policía ni los adultos le pongan freno a este juego.
No voy a decir nada de la verosimilitud, pese a que la policía resulta bastante tonta, todos los adultos muy relajados y los chicos, que no tienen ni para comer en algunos casos, unos potentados (que un dólar al día es una pasta a lo largo del año). Hoy no va de eso el artículo.
Como escritora, sueño con que mis hijos adolescentes me lean y se sientan orgullosos de lo que su madre ha escrito, pero como sé que esta imbecilidad a mi editora no le resultará suficiente, sueño también con que otros adolescentes me lean y quieran más, que se enamoren de mis personajes, que deseen vivir lo que ellos viven. Como madre, espero que mis hijos nunca empaticen con los personajes de Pánico y, por Dios, por Dios, que nunca quieran vivir algo parecido.
Sé que la sociedad ha evolucionado y que un poquito de peligro ya no es suficiente para mantener a los lectores pegados a las páginas de un libro. Cuando en el telediario hay muertes en directo a la hora de la comida y no se nos atraganta la sopa, la violencia ha dejado de ser un tabú o algo que tratar con sumo cuidado. Los juegos del hambre y todas las distopías (me he resistido durante mucho tiempo a usar esta palabra, pero siempre hay una primera vez) que han venido después nos muestran adolescentes que mueren y matan, sobre todo que matan, porque no les queda otro remedio. Porque una fuerza opresora los obliga, porque les ha tocado vivir en el “mata o muere”, porque las decisiones, ese pilar en el que se sustenta la literatura, están tejidas de tal forma que a los personajes no les queda otra que arremangarse y dejar de lado sus principios para sobrevivir.
Pero aquí no. Aquí los adolescentes mueren y matan, porque matan aunque solo sea por el silencio cómplice, para comprarse un coche, pagarse un aumento de pecho, vengarse o, simplemente, por aburrimiento. No hay buenos y malos, todos participan de esta locura de juego absurdo y tratan de hacernos creen que unos motivos son más nobles que otros, que prender fuego a una casa que tiene gente dentro no es tan malo si lo has hecho por amor. Ay, el amor. Qué fácil es perdonarlo todo por amor. Es verdad, lo decía al principio, que hacía mucho que no me cabreaba tanto leyendo un libro y la última vez que pasó los motivos fueron exactamente los mismos: una trama que pretende convencerme de que el amor (mal llamado amor) justifica cualquier cosa. Es la base del maltrato, ese “lo hago por tu bien” que lo mismo justifica un guantazo, partirle la cara al chico que te ha mirado con deseo, un novio que te mira el teléfono para saber con quién has quedado o un arriesgado paseo por una tablita, a quince metros de altura, bajo una lluvia torrencial. Me niego a aplaudir a la protagonista que se pone un revólver en la cabeza y aprieta el gatillo con la esperanza de que no salga la bala y, sobre todo, me niego a pensar que eso la hace valiente. No es valiente, es gilipollas. Y pienso en Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, y sé que también es gilipollas, pero él se tiene que enfrentar a las consecuencias de lo que hace, de eso va el libro exactamente. Los protagonistas de Pánico no se enfrentan nunca a las consecuencias de sus decisiones.
No sé cuántos adolescentes (y no tan adolescentes) han puesto un candado en un puente después de que una novela mostrase ese gesto como máxima representación del amor, aunque por lo que sale en las noticias han debido de ser muchos. Pero tiemblo de pensar cuántos, no, cuántos no, tiemblo de pensar que a un solo adolescente se le pueda ocurrir que es divertido jugarse la vida para matar el aburrimiento porque, total, los adultos no se enteran, la policía tampoco y tu gran amor te lo perdonará si le explicas que lo has hecho por ella.
El problema de estas cosas es que se han instaurado de tal manera en el sentir colectivo, que pasan por normales. Por lo que dices imagino que el señor Pánico no lo muestra con intención crítica, sino como una panacea instaurada en la mentalidad adolescente. Y con Caulfield no te metas… ;-D
No hay intención crítica, no. No me tengas en cuenta lo de Caulfield, si yo lo quiero mucho. Es solo que lo mataría a ratos 🙂