Concha, una alumna con la que he coincidido varias veces en los últimos años, me preguntó la semana pasada si había leído No y yo. Ni siquiera había oído hablar de ese título ni de su autora, Delphine de Vigan (mea culpa). No me dijo de qué trataba ni qué opinaba sobre el libro, solo que le gustaría que lo leyese para hablar sobre él después. Y ahora que lo he leído, no sé exactamente qué voy a decirle. Que me ha impactado. Que me atrapó en la primera línea y no lo he soltado hasta llegar al final. Que me encantan las voces de narradores niños diferentes.
Lou es una chica de trece años, superdotada, que estudia con chicos dos años mayores que ella y vive con un padre estupendo y cargado de amor y paciencia y una madre que decidió desconectar del mundo el día que murió su bebé. Como si ser el cerebrito de la clase no fuese suficiente, Lou ha tenido que enfrentarse a la muerte de su hermana recién nacida y a una madre que está pero no está, que ocupa espacio, pero es mucho mayor el hueco que deja libre.
No consigue relacionarse con sus compañeros y no es porque la rechacen sino porque ella misma se siente incapaz de hablar, bailar o actuar como cualquier adolescente. Es que no es una adolescente, claro, es una niña. Muy lista, con una forma especial de ver el mundo, pero una niña. Su capacidad intelectual hace que analice todo desde un ángulo diferente. Colecciona cajas de productos congelados para comparar sus ingredientes, compara los avatares de la vida con la gramática, que está pensada precisamente para comprender el mundo que nos rodea. Y siente pánico cuando tiene que hablar en público. Por eso, la exposición oral que le encarga su profesor le parece un reto inalcanzable.
Decide hacer el trabajo sobre los sin techo y para ello se acerca a una chica de dieciocho años que vive en la calle. La estudia como hace con los congelados o con la gramática, pero las personas somos menos predecibles que una caja de comida o una sucesión de palabras.
A menudo, cuando veo una película o leo un libro, siento que me va a doler, que no me va a gustar lo que suceda. Que el chico no besará a la chica, papá no volverá con mamá, la policía no localizará al malo a tiempo de evitar una catástrofe. Así que, cuando Lou me cuenta que presintió el desastre como una bola que pinchaba en el centro de su estómago, sé perfectamente a qué se refiere. Lou consigue, antes de la mitad del libro, un estado de felicidad plena y eso me hace seguir leyendo con miedo porque sé que un bueno autor, y Delphine de Vigan es una buena autora, no llenaría cien páginas de imágenes felices sin un fin. Y aún así sigo leyendo, porque no sé cuán doloroso será y porque albergo la esperanza de haberme equivocado. Tensión. Eso les digo a mis alumnos, la clave para atrapar al lector radica en la tensión y las expectativas. No voy a contar qué he sentido al llegar a la última página, eso dejo que lo experimente cada lector, pero sí que esa bola con pinchos en el estómago no ha desaparecido hasta que he leído la última línea. No le sobra ni una palabra, la narradora no ha caído en la tentación de alargar el final para darme explicaciones innecesarias. Gracias, pequeña Lou.
En dos días veré a Concha de nuevo y hablaré con ella del libro. Sé que me preguntará si es literatura juvenil y aún no sé qué voy a contestarle. ¿La historia atraparía a un lector de catorce años? Sin duda. ¿Es creíble para un lector de catorce años? Sin duda. ¿Hay algo en el discurso de la narradora que un lector juvenil no entienda? Absolutamente no. ¿Por qué, entonces, lo dudo? Porque duele, porque esa bola de pinchos deja pequeñas cicatrices, porque tengo la mala costumbre, supongo que mi parte de madre asoma en esto, de procurar que los chavales no sufran innecesariamente. Es curioso, pero estos días he leído también Entre tonos de gris, de la que escribiré cuando me reponga, y me he hecho la misma pregunta.
Y ahora, leyendo todo lo que he escrito, digo que sí. Que es bueno que lo lean. Que está bien la literatura de entretenimiento, de historias maravillosas y plagadas de fantasía y amor, pero también es bueno saber que el mundo es un polígono de caras infinitas y no todas son del mismo color. Y que el libro compensa con creces esos arañazos que nos hace por dentro.
Gracias, Concha, por invitarme a leerlo.
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