La primera vez que leí La isla del tesoro no tendría más de doce años. Era verano y las tardes se hacían eternas así que hurgué por la biblioteca de mi padre hasta que di con un título interesante. Era un libro pequeño, de papel fino y dibujos a una tinta. Me enganché a aquel libro y pasé el mes de agosto oteando el horizonte sobre el mar por si veía llegar un barco con la bandera negra izada. Lo leí varias veces en un mes, aprovechando cualquier luz, cualquier hueco en una agenda plagada de ellos, en siestas que odiaba fingir o noches de poco sueño. Aquel mismo mes de agosto pusieron en televisión un par de películas de Errol Flint y las vi sin pestañear. Decidí, en definitiva, que quería ser pirata. No me convencía el papel de damisela salvada de los corsarios ni el de buen chico que resuelve toda la aventura. Quería vestir pantalones rotos, llevar espada, tener mi propio barco –que podía ser goleta, navío, velero, izar velamen o jarcias y mil palabras más que yo desconocía pero olían siempre, como las quisquillas que mi madre preparaba, a mar-, quería llevar un ojo tapado y tener un loro que repitiera palabras malsonantes, descubrir tesoros, caminar por la tabla y salvarme a última hora… Fue mi verano pirata y no creo que en otro haya volado tan lejos con tan pocos medios.
Aproveché la gran biblioteca de mi padre para viajar de polizón, para ser capitán de 15 años, para perderme en una isla tras un naufragio y para robar mil tesoros. Pero ninguno de esos libros me impactó tanto como el de Stevenson.
Hoy, más de treinta años después, he vuelto a encontrarme con el pequeño Jim. Sin prestar atención a la biblioteca de mi padre me he comprado una edición que se vende como lujosa, con tapas duras, papel de al menos cien gramos y algo satinado y láminas a todo color. Promete ser la versión íntegra, ni adaptada ni versionada, cito textual. Me he lanzado sobre el ejemplar buscando aquel verano de mañanas mirando al mar, jugando en las dunas y fabricando parches con cartón y goma. Y me he dado cuenta de que los recuerdos son bellos porque son recuerdos y que, con cuarenta y cuatro años a las espaldas y muchas más lecturas que entonces, he perdido en parte la capacidad de convertirme en pirata.
No hay mapa en mi edición de lujo. No hay isla con cruces marcadas, ni Catalejo, ni Árbol alto. ¡No hay mapa! Los dibujos elaborados y a todo color no se corresponden con el texto y palabras como turgente velamen, incorrecciones gramaticales, repeticiones y hasta rimas internas me hacen plantearme si merece la pena seguir leyendo. Ignoro si en la versión de mi infancia el Squire era el Squire o el Escudero, pero hasta esa palabra sin traducir me ha disgustado.
Pero, para ser justos, tengo que confesar que la historia me ha enganchado casi tanto como entonces aún a pesar de saber lo que iba a pasar después. Los personajes se ajustan al estereotipo de novela de piratas clásica en la que los corsarios tienen cicatrices, malas intenciones, patas de palo y un loro que repite palabras malsonantes, beben ron y son supersticiosos. El caballero inglés que capitanea la expedición es noble, inteligente, valiente y fiel. El joven Jim es un héroe que ni siquiera sabe lo importante que es. Todos ellos son personajes imprescindibles que cumplen una función y sin los que la aventura no se habría desarrollado en los mismos términos.
El misterio se va dosificando de forma que cada capítulo aclara un poco las tramas anteriores pero complica las futuras. John Silver parece, desde el principio, el pirata de una sola pierna que tanto temía el viejo capitán pero es tal su actitud que el lector duda de su maldad y casi se siente culpable por haberlo juzgado mal. Del mismo modo que el capitán Smollet resulta antipático pero nos hace mirar con lupa a todos los marineros. Desde la primera página el autor nos va adentrando en un mundo de piratas pero no sabemos cómo llegará la aventura en el mar hasta que aparece el mapa. Luego ya se suceden los detalles propios de este tipo de novelas sin escatimar ninguno. Bandera negra con calavera, cañones, supersticiones, la mancha negra, el tesoro… pero sin que en ningún momento dé la sensación de que se ha traído por la fuerza uno solo de esos detalles.
Parte la novela de un clásico: el protagonista que escribe la historia tal y como la recuerda. Pero este tipo de narrador supone un problema porque no puede conocer aquellas partes en las que no ha estado presente. Y Stevenson lo resuelve con varios narradores, con la intervención del doctor Livesey contado en un par de capítulos lo que el joven Jim no había presenciado. Además, puntualmente el narrador incluye comentarios sobre la información que no puede dar ya que aún quedan riquezas en la isla, haciendo con ello al lector cómplice. El protagonista es un niño cualquiera que se ve inmerso por casualidad en toda la aventura. Incluso una vez embarcado, descubre las intenciones de Silver por mera casualidad, consigue deshacerse del marinero que va a acabar con su vida por un golpe de mar (y de suerte)… Es decir, no es su intención la de ser un héroe o un aventurero sino que el destino le va llevando a ello.
Si esta novela es de viajes o de aventura es una pregunta que no sé responder porque recoge los ingredientes principales de ambos géneros. El viaje se prepara y se cuentan los preparativos, tiene un fin que se consigue y compensa el sufrimiento de los viajeros. Pero no cabe duda de que es una aventura increíble llena de acción, peligro, suspense y misterio. Stevenson supo mezclar todos los géneros y convertir su novela en una historia muy atractiva. Tampoco tiene sentido preguntarse si está escrita para niños porque es uno de esos pocos libros que pueden atrapar por igual a chicos y grandes sin que ninguno de ellos sienta que se está metiendo en terreno ajeno.
No me he sentido pirata, no he fingido tener una espada ni me he cubierto un ojo con un parche casero. Pero he disfrutado. Y cuando un libro nos hace disfrutar, merece un agradecimiento. Gracias, señor Stevenson, una vez más.
Si te ha hecho disfrutar, da igual que ya no quieras vestir con pantalones rotos y con parche en el ojo. Se llama evolución, aunque conserves parte del espíritu de entonces. Gracias por la reseña