Las metáforas son como esas chapas que se llevaban tanto cuando yo era pequeña. Te cuelgas una y queda muy bien, pones otras dos y el conjunto es llamativo, único. La cuarta ya empieza a recargar y con la sexta hasta suena cuando vas andando. Y sigues y sigues, porque todas te gustan y no quieres renunciar a ninguna, así que llega un momento en que a ti no se te ve, solo hay chapas y encima pesan tanto que no puedes ni andar. Pero siempre había alguien en el instituto capaz de colgarse todas las chapas del mundo y aun así estar estupendo. Sería la forma de combinarlas, los huecos entre ellas o la sonrisa de quien la llevaba, vete a saber. Mi madre cabe en un dedal, de Victoria Pérez Escrivá es ese chico guapo al que las chapas le sientan bien, aunque lleve un millón.
La madre de Claudia es tan pequeña que cabe en un dedal. Pero además es una artista que crea cosas, personas y todo lo que le apetece crear. Crea un papá nuevo y cuando se da cuenta del problema que supone tener a los dos papás iguales en casa, lo borra y ya está. Claudia cuenta en cien páginas anécdotas aparentemente inconexas, aparentemente graciosas, sobre la vida con su madre. Pero cada anécdota, cada línea de cada anécdota, es una metáfora. Hay pocos autores que sepan (o quieran) inventar metáforas que el lector tiene que hacer suyas y yo me declaro rendida admiradora de quien lo consigue. Un día mamá llega a casa con un elefante y dice que se va a quedar, que no hay más remedio. El elefante ocupa mucho, come mucho, agota a mamá. El médico no sabe qué hacer así que papá y mamá cargan contra él, se enfadan, le gritan. Y allí sigue el elefante, sin preocuparse de nada ni de nadie, pero sin separarse de mamá. Claudia lo cuenta mucho mejor y con más gracia, por supuesto, yo solo he hecho un resumen, pero supongo que cada lector le pondrá una cara o una forma a ese elefante. Y a ese médico. Y a ese padre asustado que grita. Y hasta al cúmulo de títulos de doctor de los pies, de las manos, de las orejas… que despliega el médico para demostrar que no es culpa suya, que él es médico.
Me gusta mucho, además, cómo va preparando el final del libro, cómo antes de aparecer ese elefante ha aparecido otro, en otro lugar, en otro contexto, apuntando hacia un significado totalmente diferente. Y hay otro médico también. Y antes de ver el agujerito en la cabeza de Claudia con el que termina la historia (maravilloso final que no voy a contaros), hemos visto otro parecido en la cabeza de su madre, aunque lo que se ve al mirar en uno y otro es diferente. Todas las anécdotas que ha contado están trabajando para ese final, para que comprendamos lo que Claudia siente por mamá, lo que mamá supone para el mundo desde los ojos de la niña. Una mamá que tiene un cubo de basura lleno de tristezas, porque cuando ve una la echa allí, pero que luego las reparte, porque hay gente que las necesita: un poeta que quiere escribir triste, un señor que no conoce la tristeza y se siente el hombre más feliz cuando al fin consigue una…
Es un libro perfecto para niños pequeños, para medianos, para adolescentes, para adultos. Cada uno hará una lectura, releerá los capítulos que más le hayan impactado. Pero es un libro que recomiendo aún más para escritores y aprendices. Señores, no abusen de las metáforas salvo que vayan a abusar así.
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