
He releído La edad de la ira, de Nando López, y creo que hay tantos lazos que la relacionan con Crónica de una muerte anunciada que no sé cómo no me he dado cuenta antes. Y no solo porque sepamos desde la línea uno cuál ha sido el crimen, es algo más profundo.
Hay una anécdota familiar que cuento en mis cursos (y por la que mi hija me odiará algún día). Cuando mis hijos eran pequeños, desayunábamos los tres viendo dibujos en la televisión. Durante unas cuantas semanas nos enganchamos a Heidi. Ponían dos o tres capítulos seguidos a las siete de la mañana, así que en poco tiempo nos tragamos toda la historia. El día que la serie acabó, emitieron el último capítulo y, a continuación, el primero, supongo que para poner otra vez la serie completa. Apagué el televisor porque ver dos veces seguidas Heidi ya me parecía un sacrificio excesivo hasta para una madre consentidora. Y, aquí la anécdota, mi hija me pidió que la dejara, que la viésemos de nuevo, para comprobar si en esta vez no se la llevaban a Frankfurt. Es tan tierno que aún me emociona, más de veinte años después.
No es tan descabellado, he leído Crónica de una muerte anunciada varias veces y siempre tengo el deseo irracional de que al final no lo maten. Es un deseo absurdísimo, lo sé, pero es que la magia de esa novela, para mí, es que nadie quiere matar a Santiago Nasar y esa abulia, esa falta de deseo, se convierte en un deseo enorme para el lector. Lo matan. Siempre lo matan, como siempre se llevan a Heidi y el padre de Marcos ha muerto de una forma brutal, pero eso da lo mismo. Podría leerla mil veces con el mismo deseo de que algo cambie.
Hace seis o siete años que leí La edad de la ira por primera vez y me incomodó tanto que tardé un poquito en empezar a recomendarla. Después leí otros libros del mismo autor e incluso nos conocimos y nos hicimos amigos, aunque esa es otra historia, querido Bastian. El caso es que he terminado por leer todo lo que publica, por esperar ansiosa el siguiente título, pero siempre con ese recuerdo de incomodidad de la primera lectura.
Esta semana, por fin, he vuelto a adentrarme en la historia de Marcos, Raúl y Sandra para hacer las paces con ella. Y lo he hecho con ojos de profesora de escritura, al menos en parte, porque cuando una historia te atrapa tanto como esta, lo de la observación consciente se complica. Me ha vuelto a ocurrir, como con Heidi y Santiago Nasar, lo de no querer que pase lo que sé de sobra que va a pasar. Y ahora creo que sé por qué. Como García Márquez, Nando ha construido una voz revestida de objetividad encarnada por un periodista. Ambos crean un personaje ausente en la novela que es el que realmente despierta todos los deseos del lector, los buenos y los malos (porque esta novela me despierta deseos malos hacia algunos personajes). Qué difícil es articular una historia alrededor de un personaje ausente, y qué bien funciona cuando se hace bien. Seguramente tenga también algo que ver la faceta de dramaturgo del autor, porque no es fácil manejar a tantos personajes, con sus voces, sus verdades y sus mentiras, y que el lector siempre sepa dónde están.
También digo en mis cursos que, al leer, de manera inconsciente, competimos con el narrador. Queremos que nos cuente la historia, sí, pero también queremos saber, un segundo antes de que nos lo cuente, qué va a decir, porque eso nos hace sentir privilegiados, más listos o no sé. Mientras leemos imaginamos lo que viene a continuación. Esta competición se hace mucho más evidente en las historias policiacas, así que no es raro leer La edad de ira intentando adivinar, como hace el periodista, qué pieza nos falta en el puzle. Lo más sorprendente es que esto ocurra en la relectura. Y mis ojos de profesora me dicen que he vuelto a caer en ese juego porque lo que menos me importaba en realidad era saber exactamente qué hechos llevan a ese final que es principio. Lo que de verdad he disfrutado es adentrarme en cada uno de esos personajes, en sus motivos para hablar y para callar, en la lucha de cada uno por sobrevivir en un mundo hostil. Jolines, qué hostil es el mundo para todos ellos.
Sé que volveré a leerla y que veré la serie y la obra de teatro que me he prohibido durante estos años. Y sé que odiaré un poquito a Nando por hacerme sentir mal, por incomodarme. Como sé que eso, precisamente eso, me hará volver una y otra vez a sus páginas.
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