Tengo la mala costumbre de leer con la profesora que llevo dentro sentada sobre las rodillas. La muy petarda busca fallos y aciertos, subraya en rosa o en morado, da saltitos cuando se topa con algo que poder llevar a clase. La canción secreta del mundo, de José Antonio Cotrina, sin duda, está lleno de “algos” que poder llevar a clase. Pero igual debería haber empezado por el principio.
Hace casi un año se fallaba el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. Por una de esas casualidades tan poco verosímiles como ciertas, César Mallorquí, que estaba en el jurado, tenía que venir a una conferencia a la Escuela el mismo día, así que llegó directo desde la deliberación del jurado. Nos habló de un libro que no había ganado, pero que en su opinión debería haberlo hecho: La canción secreta del mundo. Y yo tomé nota, porque no se puede dejar pasar una recomendación así.
Un par de mese después compré el libro y lo abrí en el autobús, camino de casa. Leí las primeras páginas, puede que los primeros párrafos, y lo cerré. ¿Un saco de niños muertos? Por Dios, con la Navidad tan cerca necesitaba una historia que hablase de felicidad y cancioncillas pegadizas, no de niños muertos. Lo aplacé para las vacaciones de verano porque no tenía pinta de ser algo que se pudiera leer en el autobús, entre clase y clase, tomando un café… Tenía pinta de atraparte y esclavizarte. (A veces acierto con las primeras impresiones).
¿Pero por qué? Y aquí vuelvo a esa profesora que se me sienta en las rodillas cuando leo. ¿Por qué una historia tan dura, tan jodidamente dura, me ha anulado durante tres días? Porque eso es lo que ha hecho. Mis tres primeros días de vacaciones y no he salido a tomar cañas, no me he levantado tarde, no he disfrutado de una sobremesa en familia… Solo he leído.
Es fácil encontrar los motivos para esa esclavitud. Por encima de todo, trabaja sobre lo que para mí es el pilar de la narrativa, algo imprescindible que hace que una historia funcione o no: las decisiones. Pero las decisiones de verdad, las que le duelen al personaje, en las que se juega algo verdaderamente importante. El primer dilema que se le plantea (tu novio antiguo o tu novio nuevo) se hubiera resuelto en la mayoría de la novelas juveniles con una historia almibarada que nos hace sentir calorcito y que, muchas veces, nos lleva a desear ser ese personaje. (Elige al guapo, elige al que escribe pintadas en las paredes para ti, elige al que juega con tu hermana pequeña o al que te trae el desayuno a la cama). Con Ariadna no. Ni una sola vez, ni por un solo segundo, he deseado ser ella. Dios me libre. Y aun así, no podía dejar de leer. De hecho, en ese párrafo en el que le plantean a la protagonista que tiene que elegir he dicho en voz alta mi primer “qué bueno eres, cabrón”.
He hablado mucho en voz alta leyendo este libro. “No, por favor, no, que no hayan muerto”; “que no elija a ese, que no lo elija”; “que todo haya sido un sueño, por favor”. Y aquí, en esta última, me he ido corriendo al espejo porque no me reconocía. No hay nada peor que un protagonista que despierta de un sueño. No hay engaño al lector menos perdonable, más ruin, y los que damos clase de escritura se lo tatuamos a los alumnos en el cerebro a base de repetirlo. Así que imaginad cómo estaba para desear que eso pasara. (No lo deseaba de verdad, solo un poquito).
Y es que el otro punto de apoyo de la narrativa, y sobre todo de la juvenil, son (en mi modesta) las consecuencias de las decisiones. Lo que me hace creerme una trama o no, empatizar con un personaje o no, querer saber qué viene después (o no) es la forma en la que afrontan las consecuencias de sus decisiones y las consecuencias mismas. Segundo “qué cabrón”.
Después han venido muchos: por la prosa maravillosamente construida, por el vocabulario milimétricamente preciso (no hay palabra más vacía que “cosa”, salvo que no la uses en toda la novela y cuando aparece sea para definir lo vacía que está la protagonista), por la visibilidad de las imágenes. Pero como ese primero, ninguno.
Me gusta creer que si el escritor se divierte el lector también lo hace y viceversa. Sobre todo, viceversa. Es decir, que si el lector se ríe es porque antes se ha reído el escritor y que no hay forma de hacerle llorar si tú no has llorado antes. Y precisamente por eso he pasado de los “qué cabrón” a los “pobrecito”, porque José Antonio Cotrina ha tenido que pasarlo mal, muy mal escribiendo este libro. De hecho creo que por eso hace guiños a sus libros preferidos, me lo imagino en su mesa de trabajo esbozando sonrisas imperceptibles cada vez que cuela un guiño: un poquito de Harry Potter por aquí, con este niño que vive bajo la escalera, un poquito de El coleccionista de relojes extraordinarios por allá, con la subasta, Jeremías, Deveraux… En realidad, el de Laura Gallego debe de ser con mucho su libro superfavorito, por los homenajes que le hace. O tal vez la válvula de escape.
Y aun así, no es la estructura, no son las decisiones, no son las consecuencias. Es una mezcla de todas ellas. Y de esos guiños a otros libros (que seguro que hay más que yo no he visto), y de esa prosa y esas descripciones, de la ambientación que ahoga, quema, aplasta. Qué cabrón.
Leedlo. Leedlo un día de sol con niños riendo por todas partes y, a ser posible, chapoteando en el mar o en la piscina. Leedlo sabiendo que durante casi setecientas páginas odiaréis haberlo empezado. Leedlo sabiendo que os esclavizará. Porque lo disfrutaréis como se disfruta de la buena literatura, esa que te remueve y te deja hecho polvo, la que te obliga a pensar y, sobre todo, te hace sentir incómodo. Y la que te obliga, al día siguiente, a contarle a tus amigos y tus compañeros, a quien sea que se cruce contigo, que te has leído un libro que te ha dejado KO.
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