En casi todos mis talleres se cuela alguna mención a la literatura arriesgada, a esos textos que incomodan, molestan, hacen pensar, que no se conforman. En los cursos de iniciación suelo pedir a mis alumnos que no arriesguen demasiado, que trabajen lo que sabemos que funciona. «Bodegones», digo siempre. Porque antes de hacer el Guernica hay que pintar muchos bodegones. Y lo digo convencida, pero con miedo, porque no quiero que nadie deje de meterse en un jardín porque yo le haya dicho que se camina mejor por el sendero. Es solo que hay un tiempo para cada cosa y arriesgar sin saber por qué, sin un fin, suele llevar al desastre. Arriesgar solo para ser el más original, el más atrevido, no es, en mi opinión, un buen punto de partida. Cuando los bodegones ya nos salen bien es el momento de guerniquear. Aplaudo los riesgos, a los escritores que no se conforman con escribir lo que queremos leer, los que no van a lo seguro.
Unas veces es por la temática, por un determinado personaje, por su postura ante la vida, por denunciar un abuso o plantar cara a un tópico. Otras, es la forma la que rompe los esquemas. Un narrador en segunda persona como el de Tú, de Charles Benoit; una novela escrita con un programa de mensajería instantánea, como Pulsaciones, de Javier Ruescas y Francesc Miralles; un narrador de ocho años que sufre Asperger, como el de El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon.
La semana pasada cayó en mis manos La luna no está, de Nathan Filer. Leí la sinopsis de la contraportada y me atrajo la historia: un chico de nueve años presencia la muerte de su hermano mayor, enfermo de Síndrome de Down, y diez años después decide contar(nos)lo (no era exactamente esto lo que decía, pero más o menos). Desde la primera línea me encontré con un narrador caótico, que saltaba en el tiempo como una pulga en un lomo mullido. Leí esta frase:
Te contaré lo que pasó, porque será un buen modo de presentar a mi hermano. Se llama Simon. Creo que te caerá bien. A mí me cae muy bien. Pero en pocas páginas habrá muerto. Y después nada volverá a ser igual.
Y sonreí. La frase atrae, dan ganas de seguir leyendo, es directa como un puñetazo en el estómago (no me dejéis hacer más comparaciones). Pero sobre todo, es pura técnica. Es una de esas frases que los que nos dedicamos a enseñar sabemos que funcionan y de las que (también sabemos) a veces se abusa precisamente porque se toman como garantía de éxito. A esas alturas de la novela no sabía aún si me enfrentaba a un escritor con mucha teoría a las espaldas o con mucho manejo de la narrativa, así que seguí leyendo.
Unas pocas páginas más y dejaron de importarme la técnica, los recursos más o menos manidos, los giros originales… Porque me di cuenta de que estaba ante un narrador esquizofrénico y, aunque no tengo ni idea de cómo piensan los esquizofrénicos, me lo creí a pie juntillas. Hace falta mucho valor para ponerse a contar desde la voz de un esquizofrénico, la verdad. Y muchas ganas, sobre todo, ganas. Un chico listo, extremadamente listo, pero que a veces se comporta como un verdadero idiota. Un narrador que me habla, que se permite el lujo de mentirme (que es lo peor que puede hacer un narrador) y encima, muchas páginas después, me explica que me ha mentido porque, como cualquier sabe, no le vas a decir la verdad a alguien que no conoces de nada (es decir, a mí). Un narrador, y aquí tuve que parar de leer para aplaudir bajito sin que los demás viajeros del autobús me tomaran por loca, que me cuenta lo que pasa por la cabeza de su madre cuando él ni siquiera está presente y, cuando estoy a punto de chillar que eso es trampa, que un personaje no puede saber lo que piensa otro mientras conduce a kilómetros de distancia, me dice que, claro está, se lo supone porque él no puede saberlo. Un narrador, en definitiva, que está jugando conmigo y llevándome de un lugar a otro, de un momento de la historia a otro, de un estado de locura a uno de clarividencia, con tanta naturalidad que no me doy ni cuenta.
Y todo esto no resta fuerza a la historia. Quiero saber qué pasó aquella noche, quiero saber por qué no es capaz de superarlo, con lo listo que parece, quiero saber si su madre está tan loca como él dice y si la abuela seguirá apoyándolo siempre. Y me gusta el mensaje de crecimiento personal, a su ritmo, del protagonista.
Llego a las últimas páginas con pena. Con esa pena que da que un libro bueno se acabe. Y leo los agradecimientos:
Terminé el primer borrador de esta novela en el Máster de Escritura Creativa de la Universidad de Bath.
Y siento una especie de orgullo idiota, (idiota porque ni yo ni ninguno de mis compañeros hemos tenido nada que ver en esta novela ni en la formación de Nathan Filer). Pero en algún lugar, posiblemente cerca de Bath (que por si no lo sabíais, como yo, está en Inglaterra) un profesor o un claustro entero deben de sentirse muy orgullosos de haber creído en esta historia y haber alentado a su autor a terminarla.
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