
Durante once meses al año, leo por trabajo. Textos de mis alumnos, novelas que corrijo o que informo, libros que quiero llevar a las clases e incluso escrituras ajenas en las que quiero encontrar la solución a algo que falla en la mía. También en esos once meses cuelo alguna lectura de ocio, pero con el ojo contaminado por el afán diseccionador.
Un mes al año leo para mí. Solo por el placer de leer, sin más objetivo que el disfrute. No es fácil, al principio, quitarse esas gafas que lo desmenuzan todo, pero me obligo a hacerlo porque si no terminaré por aborrecer la lectura. Busco diferentes géneros, diferentes edades, temas, editores… Este verano no ha ido mal. He leído fantasía, realismo del que encoge el estómago, novelas, cuentos, infantil muy infantil, juvenil y un libro que no sé en qué género poner, en qué edad poner, porque creo que los abarca todos. Y en todos los casos he empezado la lectura con un escepticismo que no consigo sacudirme, con el convencimiento, consciente o no, de que lo que voy a leer tendrá fallos que, en unos casos me apenarán, porque el autor es mi amigo, porque el libro me estaba gustando, y en otros me harán sentir algo parecido a una felicidad rastrera y envidiosa, porque todos nos equivocamos, porque justo esto yo lo habría hecho mejor (cada uno gestiona sus inseguridades como puede).
Hasta nunca, Peter Pan, de Nando López, también lo empecé a leer así.
Y a las pocas páginas ya me había arrastrado al tiempo en el que leía sin miramientos, sin cuestionar puntos de vista, ni omnisciencias, ni estructuras. A las pocas páginas se me había metido dentro, tal vez porque me identificaba demasiado con el protagonista y con el resto del elenco o tal vez, simplemente, porque había roto mis barreras. Pero a la vez lo he disfrutado con el placer de quien conoce las herramientas y aprecia su buen uso.
Soy diez años mayor que unos personajes marcados por su generación y, aun así, me siento todos ellos. Soy la directora de cine que no se concede jamás el mérito por miedo a creérselo demasiado, soy el guionista que vive acomplejado por el éxito ajeno, soy el padre que no sabe cómo ni por qué se ha dejado arrastrar por la vida, soy la novia que nunca se siente parte, la madre culpable, el que apartó la vista, el gracioso que no tiene gracia, el que mira por encima del hombro cuando todos, en realidad, miden medio metro más que él, la que se quedó anclada en la Princesa Prometida, ese placer culpable y, a la vez, inconfesable en según qué círculos. Soy todos, menos quien escribe. Soy, ahora ya fuera del libro, la escritora que se identifica con todos los personajes menos con el escritor que cuenta la historia, manda narices.
Siempre me han gustado los experimentos narrativos. Este blog está lleno de menciones a libros que han decidido romper las normas porque yo, que enseño técnica narrativa, sé que el primer paso es dominar todas las normas y, después, romperlas. Y seguramente porque aún estoy en la fase de dominarlas, envidio a quienes ya se atreven tanto como detesto a los que lo hacen solo por esnobismo. Pero este libro inclasificable mezcla los recursos del guion cinematográfico con la narrativa más tradicional, rompe esa cuarta pared que los dramaturgos respetan tanto y encima recurre a la memoria y la nostalgia de los lectores y a la vez nos pone a prueba. No paso yo el examen para cinéfilos y eso, en lugar de enfadarme o hacerme sentir ajena a lo que estoy leyendo, me despierta el deseo de ver las mil películas que se mencionan, las series, las canciones. Es un libro para todos los públicos, y no como frase hecha para marcar una edad, sino como algo cierto. Todos, cinéfilos o no. Porque los más aficionados al cine reconocerán frases, gestos, escenas. Y los que no lo somos no sentimos que el autor se ha subido a la tarima del conocimiento para humillarnos, sino más bien que nos abre una puerta. Pasa si quieres. Y, si no, sigue leyendo. Aquí sí, me vuelvo a poner las gafas diseccionadoras porque algo así solo se logra aportando la información justa para que los no cinéfilos lo entendamos y para que los expertos no se aburran con explicaciones obvias. Porque, esto lo digo muchos en mis clases, confía en la inteligencia del lector. Y se agradece tanto que un narrador no nos trate como idiotas aun cuando sería tan fácil hacerlo…
Digo que soy todos los personajes, pero digo también que me he enamorado de uno. Del único adolescente en una historia llena de cuarentaidoses porque, además de ser imperfecto y redondo y contradictorio, es el rasero de todos. De alguna manera todos han sido él, lo sepan o no.
A mitad de lectura ya se lo había recomendado a una amiga que sé que lo va a disfrutar. Por las referencias al cine y porque ella, mucho más joven que los personajes, también se va a sentir todos ellos. Y al cerrarlo he escrito a Nando, su autor, solo para decirle lo que pienso. Pero se lo he dicho mal, y corto, y con poco sentido. Y encima no le he dicho que un libro así despierta el deseo de escribir. Y la envidia. La envidia también. Pero sí me he acordado de decirle que la escena de la playa es tan brillante que dan ganas de aplaudir. Y, lo prometo, yo no soy de aplaudir mucho. Tal vez porque, aunque lo intente, nunca me quito del todo las gafas de diseccionar. Y, a veces, leer como escritora es un fastidio y leer como profesora de escritura es fastidio y medio. Pero otras, como esta, es un lujo disfrutar no solo del qué sino del cómo de un libro.
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