
No me gustan las simetrías. No me gustan la ropa interior conjuntada ni los pendientes iguales ni ordenar las cosas por tamaños. Pero en lo que a escritura se refiere, me gusta que todo esté colocadito, que no haya negritas ni cursivas ni nada que llame la atención de la forma sobre el contenido salvo que haya un motivo muy potente para ello. Odio los saltos de párrafo porque sí y la prosa que juega a ser verso solo por el capricho de un salto de línea. Pero, dicho todo esto, me gusta mucho, mucho, la forma de El chico de las estrellas.
No sé si es novela, autobiografía, poesía urbana o qué. Ni me importa, ya que estamos. Pero dice contar la vida de su autor y en ese pacto que establecemos el libro yo, me lo creo. Ojo, que no pongo en duda en ningún momento la sinceridad de quien lo firma, solo digo que me creo lo que me dice como me creo que Peter Pan vuela o que algún día encontraré un armario con una puerta secreta al fondo, porque me lo han contado bien. Y me da pena que el libro se analice, se valore o se premie porque su autor ha tenido la valentía de contar su vida. O porque es homosexual. No, me niego. No quiero saber si su autor es valiente, ni me importa, porque quien me ha atrapado desde la primera página es Chris Pueyo, el personaje. El Chris Pueyo que, aparte de un chico guapísimo (sí, he cotilleado sus fotos por la red), el autor de esta novela y un bloguero popular, es un personaje más del libro. En el momento que aparece en tinta azul, se convierte en un narrador testigo y parte, protagonista y secundario. Y me engancho a su voz hasta el punto de que me haría creer que la luna puede moverse con un soplido si se lo propusiera.
La valentía que admiro, que envidio y que me deja con la boca abierta es la del escritor que ha conseguido esa prosa tan fantástica, ese ritmo tan caótico y a la vez tan ordenado, ese personaje tan, tan, tan redondo. Es un libro valiente porque se atreve a romper las normas. Eso sí, las rompe con un motivo. Uno diferente en cada caso, en cada ruptura.
La tinta es azul porque el personaje tiene una relación especial con ese color. Mezcla la primera persona y la tercera, como si le costara a ratos saber quién es, como si fuera más fácil decir según qué cosas cuando es otro el que las pronuncia. Y en un alarde de valentía (literaria, valentía literaria) se permite mezclar la segunda también, como si la mente del personaje fuera un caos tal que no sabe cuándo habla consigo mismo y cuándo con el lector. Y hasta usa la minúscula en un capítulo entero. Pero no es un capricho ni una forma de llamar la atención, hay un motivo. Y es un motivo precioso. Porque también hay detalles preciosos. Si medio mundo colgó candados en los puentes por una novela, no imagino cuánta gente estará ahora mismo coleccionando instantes en el reverso de los billetes de autobús.
Es un texto corto, de esos que se pueden leer en unas horas. Y digo “pueden”, porque también es posible dedicarle más tiempo, detenerse en cada canción o cada libro que nombra. Así la historia se sale de esas pocas páginas y se hace más grande. Y es, sobre todo por esto lo envidio, uno de esos textos que parece que no ha costado trabajo escribir, que aparentemente no se han pensado, ni medido, ni corregido. Un discurso tan natural que no parece escritura. Y mi yo escritor se junta aquí con mi yo profesor y me dice que eso ocurre porque es bueno, porque ha medido, pensado y corregido. Que la Señora del Zumo de Tomate debió de verlo en pleno proceso creativo y por eso sabía que iba a lograrlo.
No he hecho recomendaciones para los regalos de Navidad como los últimos años en la página de la Escuela, así que lo haré desde aquí: leedlo, desifrutadlo, regaladlo.
Y, por favor, no digáis que es valiente porque su autor es gay, porque ha tenido el valor de contar su vida y abrirse en canal. Consideradlo valiente porque está tan bien escrito que os ha llevado a sentir todo eso.
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