
Hay pocas voces de la literatura a las que envidie. Muchas me gustan, las admiro, las paladeo y me deleito con ellas, pero no siento el deseo de escribir así, de hilar las palabras de forma que dejen de ser palabras y se conviertan en imágenes, en sensaciones, en emociones. Y eso, exactamente eso, es lo que me ocurre con Mónica Rodríguez en cada una de sus historias. Quiero leer más y escribir más cuando me adentro en sus letras.
No es fácil ni cómodo leer Cueto Negro. No para mí. Y aun así volvería a leerla (volveré a leerla) porque cada personaje me ofrece una historia en la que creo y, sobre todo, en la que me involucro, me posiciono. Nunca sé cómo escribir las reseñas de los libros de Mónica porque me tocan en un lugar que va más allá de la literatura, del entretenimiento. Los autores de infantil y juvenil nos posicionamos ante lo que contamos, elegimos qué visión del mundo queremos ofrecer y ella siempre me ofrece rincones en los que no quiero adentrarme como escritora, pero que disfruto enormemente como lectora. Esa línea invisible que separa lo que es para niños y lo que no, la habita en zapatillas de andar por casa, con la sutileza que roza el suelo sin hacer ruido, que avanza sin dejar huellas en el parqué. Así la veo, así la siento. Y me gustaría ser capaz de hablar del libro por lo que cuenta, resumir la historia, despertar el deseo en otros lectores porque un personaje provoca empatía y ternura, porque el paisaje se nos mete dentro hasta el punto de notar el frío de la nieve o el detalle casi imperceptible de una flor que se marchita en un bolsillo como se marchita la inocencia, sin llamar la atención, pero no sé.
Cueto Negro es el despertar al deseo de una adolescente. Y es también comprobar que ese deseo puede ser dulce y excitante y maravilloso o algo sucio y vomitivo. Ese descubrimiento es el marco para algo mucho más hondo, para enfrentar a la protagonista a la disyuntiva de vivir sin preocuparse de los demás o gritar que el mundo no es justo. En un fin de semana de esquí, diversión y primeros amores, Cecilia abre los ojos y mira atenta cada gesto de los adultos a los que empieza a entender, cada decisión de los otros niños anclados en el carpe diem que por edad les corresponde y mira también la vergüenza y la culpa de una víctima mucho más inocente que todo el resto de los personajes que pueblan la novela y ese albergue de montaña.
Como en la vida, como en cada reunión accidental, se mezclan personajes carismáticos capaces de arrastrar al grupo y otros que se dejan llevar, adultos adorables y otros que provocan rechazo, complejos ocultos bajo una capa de suficiencia y mucho amor. Amor entre hermanas, entre madre e hija, entre dos adolescentes que no son capaces de poner nombre aún a lo que sienten. Y envidias. Y hasta un poco de esa crueldad con la que a veces tapamos los miedos a lo diferente.
Me gustaría, juro que me gustaría hacer una reseña al uso alabando el libro, pero no sé. Solo sé, desde el lugar adulto en el que me siento a leer, que la historia trasciende las páginas y se te mete dentro y que, si en mi adolescencia me hubiese encontrado un libro así, al terminar habría deseado que el mundo fuese un lugar justo o habría intentado hacerlo más justo yo. Y por eso envidio la voz con la que Mónica cuenta las historias.
Pues sí que dan ganas de leerlo, aunque resulte incómodo, aunque me prevengas de ese agujero puede remover, sabiendo de antemano que Mónica Rodríguez es un valor seguro por cómo cuenta… y tú por cómo lees. Gracias de nuevo
Ana, te va a encantar 🙂
Catalizadora reseña. Llega. Ojalá el libro esté en Amazon. Saludos, maestras !
Hola, Carmen. Muchas gracias por tu lectura. Ojalá encuentres el libro y puedas disfrutar de él.