
Llevo unos días de bombillas rotas en la tripa. Sí, hombre, esos cristales diminutos, casi polvo, que se cuelan por todas partes cuando estalla una bombilla y que no cortan, ni pinchan, solo rascan. Incordian. Y como no hay sangre, ni siquiera puedes quejarte. Yo esos días lloro sin que nadie me vea. A veces sin lágrimas, solo lloro porque me apetece llorar, sin motivo. Y sé, porque ya voy teniendo años, que cuando tengo días de bombillas rotas, lo mejor es no leer nada que llegue directo a las tripas, porque la mezcla rasca, incordia y deja un poso que luego cuesta mucho limpiar. Y hoy, con el dichoso polvo de bombilla esparcido por todo el cuerpo, voy yo, lista, y me leo 47 trocitos, de Cristina Sánchez Andrade.
Hay libros que te remueven (no he dicho conmueven, no, he escrito remueven) por motivos tan personales, que nadie más los comprende. A veces ni uno mismo. Me pasó con Palabras envenenadas, de Maite Carranza. Me lo regalo Ana y quise leerlo porque me interesaba el tema, porque había escuchado buenas críticas y porque era un regalo pensado para mí. Pero no hubo forma. Los diálogos entre la madre y la hija eran tan parecidos a los que tengo a diario con mi hija que se me saltaban las lágrimas y tuve que abandonar.
Cuando conocí a Cristina Sánchez Andrade hablamos de cursos, de alumnos, de libros y de café. Le dije que mi especialidad era la literatura infantil y ella no me contó que había escrito este libro, así que, cuando vi unos meses después una noticia sobre 47 trocitos me sorprendí mucho. En el siguiente correo que cambiamos por cosas de trabajo le dije que tenía ganas de leerlo y ella, que es un amor, me lo hizo llegar a través de Edebé.
Reconozco que me daba un poco de yuyu leerlo, porque la historia de una niña con síndrome de Down podía ser pegajosilla, muy dramática o con una moraleja tan grande que no cupiese en las páginas. Pero no. No es la historia de Manuelita Quita y Pon, sino la de su hermana. O tal vez sea la de las dos, pero a mí la que me atrapa es la de Pussy, que tiene una hermana a la que todos hacen caso, a la que todos contemplan, y de la que se tiene, en cierta medida, que ocupar. Y es un pedazo de historia. Pero tampoco es eso lo que me ha dejado más pequeñita de lo que ya soy.
Vaya de antemano que a mí una buena metáfora me pone a los pies de un libro. Eso sí, aviso para todos los escritores famosos que están leyendo esto y que han decidido incluir una metáfora en su próximo libro para que me postre ante ellos, he dicho buena metáfora. Una mala o manida me enfada. Y soy muy rencorosa en esto de las metáforas, como la mafia, perdono pero no olvido. Pues bien, hay tantas y tan buenas metáforas en este libro que a ratitos estaba leyendo sin prestar atención a la trama, a las peripecias de los personajes, solo disfrutando de la palabra. En cierta manera, me ha recordado a Mi madre cabe en un dedal, aunque no tenga nada que ver, por la forma en que mezcla realismo y fantasía, sin puntos entre medias. Como me ha recordado a La sonrisa etrusca, mucho, por ese abuelo que tiene un sapo en la tripa, tan similar a la Rusca de la novela de Sampedro. Y a Poe, por los niños cuervo. Y es que en pocas páginas, cabe mucho literatura. Y si además está aderezada con las magníficas ilustraciones de Guridi, las ciento y pico paginitas, a doble espacio y con letra grande, se quedan muy cortas para albergar tanta magia.
Los cristalitos de bombilla reventada se clavan un poco cuando los niños cuervo se ríen de Manuelita Quita y Pon o cuando Pussy no la invita a ver su obra de teatro porque se avergüenza de ella, pero creo que son mis cristales, no los vuestros, no los de otros lectores. Leed sin miedo (a llorar).
Y me encantaría hacer una reseña al uso, con su resumen, sus puntos fuertes y los débiles, con esa voz de maestrilla que se me pone a veces cuando analizo un libro. Pero, sencillamente, no me apetece. Solo me apetece recomendarlo porque es un libro para leer despacio, para leer en voz alta, sobre todo algunos párrafos, para leer con un niño y comentarlo. Para tenerlo en la estantería y volverlo a leer cualquier otro día de lluvia porque llorar, a veces, aunque sea sin motivo, deja buen sabor de boca.
Dos cosas: la primera, que gracias de nuevo por aumentar mi lista de tareas pendientes. La segunda, que espero que algún día, en este mismo blog, comentes algo mío (un libro, me refiero). Y no es una premonición, solo un deseo