Tal vez porque soy profesora de escritura, me encantan los libros de ficción que dejan caer consejos sobre cómo escribir libros de ficción y estoy agradecida a sus autores.
Me fijé en estos consejos leyendo Donde los árboles cantan, de Laura Gallego, novela que por cierto os recomiendo. La protagonista a veces adivina lo que va a pasar o el orden en el que los acontecimientos van a sucederse porque lo ha oído en los cuentos desde que era muy pequeña:
Los comensales no pudieron reprimir exclamaciones de sorpresa. Viana, en cambio, había anticipado aquel desenlace. Su madre le había relatado muchos cuentos populares cuando era niña, y en algunos de ellos los seres mágicos se presentaban ante el héroe bajo apariencia humilde para probar la bondad de su corazón. «Ahora le ofrecerá un premio por su compasión», se dijo.
Pero no solo se trata de saber qué va a pasar. Llega incluso a reflexionar sobre la verosimilitud en los cuentos:
Viana se estremeció. Sabía, por las veces que lo había visto actuar, que Oki otorgaba una condición especial a los cuentos y las leyendas. Cada vez que actuaba, había quien consideraba que se trataba de historias sin fundamento y quien las creía a pies puntillas. Y Oki no concedía la razón ni a unos ni a otros.
No eran verdad, pero tampoco eran mentira. Viana caviló acerca de ello. Siempre le habían apasionado los cuentos, y se incluía entre la gente que soñaba con hermosas hadas y traviesos duendes, con fieros dragones y poderosos hechiceros. Sin embargo, nunca había visto tales seres ni conocía a nadie que se hubiese topado con ellos.
Oki no iba a resolver aquella cuestión. Quizá porque no conocía la respuesta o tal vez porque no lo creía necesario.
—Se cuentan muchas cosas acerca del Gran Bosque —susurró Viana.
Oki asintió; sus ojos brillaban, delatando la pasión que sentía por toda clase de historias. La muchacha entendió que ahora sí estaba hablando su idioma.
—Podría creerlas, o quizá no —añadió con tiento—, pero supongo que eso no es lo que importa, ¿no?
—No es lo que importa —Oki negó con la cabeza, y sus negros e hirsutos cabellos se agitaron bajo su sombrero—. Lo esencial es la historia en sí.
Cuando leí este libro me imaginaba a Laura Gallego hablando ante un grupo de escritores adolescentes, un grupo de chicos que quieren saber cómo se debe escribir un libro, contándoles los secretos del buen escritor. Y aplaudí en silencio.
Este verano mi amigo Javier Fonseca me descubrió una joyita de esas que se publican para niños y que a veces pasan desapercibidas: Una sonrisa roja como la sangre, de Adam Gidwitz. Es una revisión de unos cuantos cuentos de los hermanos Grimm, pero en su versión original, sin las modificaciones posteriores que han quitado crueldad y sangre a las historias. Historias sangrientas y a la vez plagadas de humor gracias a un narrador que convierte al lector en cómplice con intervenciones en negrita que paran la narración para reflexionar en voz alta sobre los motivos del escritor original para escribir lo que escribió o incluso los de las adaptaciones posteriores para haber suavizado la historia. En sus páginas encontré consejos estupendos sobre la escritura y esta vez no estaba dirigida a adolescentes sino a niños. Niños grandes y sin miedo, eso sí.
En la primera historia de este libro, el rey ha muerto y ha encargado a su fiel criado Johannes que cuide de su hijo y que, pase lo que pase, no le deje entrar en una habitación del castillo. El chico pasea por el castillo entrando y saliendo sin limitación alguna, salvo una habitación que siempre permanece cerrada. Pregunta al criado por qué nunca le enseña qué hay tras esa puerta y él, en un rapto de sinceridad, le dice que su padre se lo pidió así porque ver lo que han dentro podría costarle la vida. En este momento el narrador interrumpe el cuento y con su voz en negrita se dirige al lector:
Lo siento, tengo que parar un momento. No sé lo que estáis pensando en estos momentos, pero cuando yo leí esta parte del cuento, pensé: «Pero, ¿se ha vuelto loco?».
Quizás sepáis algo sobre los jóvenes o quizás no. Yo, como érase una vez resulta que fui joven, sé unas cuantas cosas sobre ellos. Una de las cosas que sé es que si no quieres que un joven haga algo, por ejemplo, entrar en una habitación donde se halla el retrato de una princesa irresistiblemente bella, decir «te podría costar la vida» es seguramente lo peor que puedes decir. Porque a partir de entonces, eso será lo único que esa personita va a querer hacer.
Es decir, ¿por qué no dijo Johannes cualquier cosa? Como por ejemplo: «Es el cuarto de las escobas. ¿Por qué? ¿Quieres hacer la limpieza?». O «Es una puerta falsa, bobo. Cosa de la decoración». O incluso «Es el cuarto de baño de las damas, Su Majestad. Mejor no asomar la nariz ahí dentro».
Cualquiera de ellas hubiera sido perfectamente suficiente, me parece a mí.
Pero no dijo ninguna de estas cosas. Si lo hubiera hecho, ninguno de los horribles y sangrientos hechos que siguen habría sucedido jamás.
¡Mi querido Propp, mira qué fácil era! Esta es la prohibición que dices que aparece siempre en los cuentos clásicos y que, al violarla, da lugar a todo la historia. Pero no es solo eso, no es solo que Los hermanos Grimm se hayan acogido a esa estructura repetida hasta la saciedad, es que además han trabajado sobre la verosimilitud porque, efectivamente, qué mejor manera de lograr que un joven haga algo que prohibírselo.
Seguid así, escritores del mundo. Seguid aconsejando a los lectores cómo escribir porque también muchos de ellos algún día escribirán y así nos perpetuaremos hasta el infinito.
¡Quiero leer el libro de Gidwitz ¿no se consigue en versión ebook? Porque ya he visto que en su versión papel en Argentina no se vende:-(
Me encanta el blog, Chiki. Ya me suscribí, así podré leerte seguido. Besazo,
En ebook no sé, pero tal vez puedas comprarlo en amazon o alguna librería digital.
Gracias, Sole.