
A poco tiempo que hayas pasado charlando conmigo, me habrás oído hablar de la hipoteca lectora. Si has asistido a alguna de mis clases o de mis charlas, te habré dado la turra con esto y hasta te habré mostrado diapositivas llenas de dibujos absurdos para apoyar mi explicación. Y el día que me muera alguien pondrá en mi tumba: “aquí yace la pesada de la hipoteca lectora, tanta paz lleve, como descanso deja”. Así que, si ya me has sufrido moviendo de forma incontrolada las manos (que es algo que me pasa cuando hablo de lo que me apasiona) y levantando la voz más de lo recomendable, puedes saltarte la lectura de este artículo.
Cada poco tiempo alguien dice que los niños y las niñas de hoy son menos espabilados de lo que fuimos nosotros. Es un tópico que nació con el mundo. Nuestros padres y los padres de nuestros padres también hablaron sobre esto: unos, alrededor de un café y otros en sillas de enea aprovechando el fresco de la tarde. El caso es que cada generación se cree más lista que la que le sigue, pero casi nunca más tonta que su predecesora. En resumen, todos somos los más listos de nuestro portal y es una pena como se han idiotizado los jóvenes. Por la música, por la tecnología y hasta, supongo, por haber dejado de cazar mamuts. Y la literatura no es ajena a esta constante. Los libros escritos para niños y para adolescentes son cada vez más simples, cada vez más tontos, cada vez más políticamente correctos. No como aquellos que leíamos nosotros.
No.
Rotundamente no.
Requeterrotundamente no.
Los libros para niños y para adolescentes se escriben pensando en niños y en adolescentes. En los de cada momento. Ni en sus padres, ni en sus maestros ni en las sabias cabezas que conocen a la perfección lo que la infancia y la adolescencia necesitan. O así debería ser. Pero una voz coral con tufo a naftalina resuena en los corrillos de esa gente lista diciendo que tenemos que formar a la infancia para que lea bien en la adultez. Una suerte de hipoteca lectora.
Del mismo modo que pagamos a plazos la casa en la que vivimos para, ya de viejecitos, tener esa casa en propiedad, pedimos a los más jóvenes que paguen cómodos plazos para adquirir el derecho a llamarse lectores en el futuro. Como si no fueran ya lectores, como si solo fuesen un proyecto en construcción. ¿A qué banco de sabiduría pertenece la capacidad para disfrutar de la lectura mientras crecen?
Quienes hemos tenido el lujo de conocer al Pirata Garrapata no lo hemos hecho para subir un peldaño hacia Dostoievski, Pippi Langstrump no es el primer plazo de Anita Ozores (ya quisiera la Ozores) y los versos de Pedro Mañas o de la Ory no son la antesala de la alta poesía. Son poesía. Y lo son porque proporcionan a quien los lee algo que demasiadas veces olvidamos: placer. ¿Sois capaces de sentir, adultos sabios y cultos, defensores de la gran Literatura, el placer de una rima tonta? ¿Leéis teatro imaginando las voces y los gestos de cada personaje? Queremos que aprendan, que se formen, que se hagan hombres y mujeres capacitados para leer bien. Toleramos que lo hagan con literatura infantil y juvenil como un mal menor, como quien toma un medicamento porque, aunque sepa a rayos, cura.
Otra vez, no.
Otra vez, rotundamente no.
La literatura debe conmovernos, provocarnos, removernos, enfadarnos, arroparnos. Independientemente de cuántas velas hayamos soplado en la última tarta. Hablaba hace poco con Begoña Oro de las preguntas que responde en algunos encuentros: ¿Rasi tiene hermanos? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuándo los cumple? Porque, quien lee las historias de Rasi cree en Rasi, disfruta de Rasi, acompaña a Rasi, sufre por Rasi. Y eso, exactamente eso, es leer. Y quien no lo vea lleva las gafas equivocadas. Nunca defenderé lo mío con la misma pasión que defiendo lo que han escrito otras manos porque les debo horas y horas de placer. No me siento en deuda por haberme convertido en lectora, sino por todos esos momentos en los que gocé leyendo. En los que aún gozo. No soy más lista hoy que a los diez años. Sé más cosas. Tengo más información. Tengo más experiencia. Pero no soy más lista ni mejor persona. Si acaso, mi cerebro entonces tenía estancias más anchas, más flexibles que estas rígidas y chiquitinas de ahora.
Reclamo para la infancia el derecho a disfrutar de la lectura. El derecho a elegir y gozar sin pensar en el futuro. Y habrá quien disfrute con una historia sobre un niño que vive en la calle con una manada de perros, quien prefiera sumergirse en un mar de piratas, levantar caballos blancos con una sola mano, investigar quién ha matado al tejón, reírse con el mono que se hace caca, temer a los vampiros o enamorarse de ellos, acompañar a una tribu que migra siguiendo a los pájaros o memorizar rimas sobre objetos cotidianos. No eres más lista cuando te conmueve un tipo convertido en escarabajo que cuando lo hace una niña que descubre su magia en un pueblo fantástico.
Dejad, dejemos, de juzgar a los niños. Dejemos de medir su altura con listones anticuados. Tal vez vaya siendo hora de sentarnos a su lado y aprender, recordar, que la lectura nos hace felices, aun cuando duele. Y que nunca terminaremos de pagar los plazos si firmamos esa hipoteca. Pero, sobre todo, que no podemos firmarla en su nombre, esperando que sean ellos quienes respondan.
Guay Chiki!!!
Eres público cautivo, pero te quiero igual <3
Estoy muy de acuerdo con todo lo que cuentas. Qué envidia, lo bien que lo cuentas.
Siempre envidiamos a los demás, porque tenemos vista cansada y vemos mejor de lejos que de cerca 🙂 Gracias, compi.
Una verdad verdadera, una evolución natural de los mayores a no entender a las nuevas infancias y juventudes, porque desde que éramos peques, ya han pasado varias generaciones de infancias y juventudes.
Gracias por un artículo tan bonito y real.
Gracias a ti, corazón. Es que parece que no, porque estamos hechos unos chavales, pero han pasado unos añitos.