
Escribir para niños y dar clases de cómo escribir para niños hace que lea de una manera diferente. De esto hemos hablado muchas veces, leemos de una forma que, por un lado, nos hace disfrutar enormemente de la buena literatura y, por otro, nos impide el deleite espontáneo de la historia que engancha sin más. Pero no voy por ahí, no he abierto el cuaderno para hablar de cómo leemos los escritores y los profesores, sino de algo que he descubierto fruto de esa forma de leer: me incomoda, me molesta y hasta me enfada el tufillo adulto.
Hay una frase de Michel Tournier que se repite en las entrevistas y los encuentros con autores de LIJ que dice algo así como que la literatura infantil es aquella que también disfrutan los niños. Y yo siempre que la escucho me rebelo, porque entiendo que lo que busca es alejar la idea de que lo que se hace para niños tiene menos calidad por ser solo para ellos, pero me molesta que quite el foco del destinatario principal, el niño, y lo relegue a un segundo plano que se oculta en ese “también”. Siento que esa frase nos dice: haz literatura para adultos e intenta que también guste a los niños. Cuando me siento a escribir para niños pienso solo en ellos. Si además lo que yo escriba les gusta a los adultos, perfecto, pero no son el lector que tengo en mente. O no debería serlo.
Hoy, leyendo la contraportada de una novela infantil, me he dado cuenta de que lo que en realidad me molesta es el tufillo adulto, las historias que escribimos para niños desde el pedestal de la experiencia. No hablo de las moralejas y los mensajes encubiertos, que creo que a estas alturas casi todos asumimos que no forman parte de la literatura infantil, sino de otro tipo de escritura. Lo que me molesta es que nos subamos a la tarima del conocimiento, de la experiencia, y hablemos a los lectores con la falsa suficiencia que nos da sabernos más viejos. Solo hemos vivido más. Ya está. En eso ganamos indudablemente a los niños. Pero la experiencia no nos otorga el derecho a mirarlos como seres inferiores con unas necesidades que nosotros conocemos mejor que ellos mismos. Tómate la medicina, que es por tu bien, no leas esa bazofia que gusta tanto a los niños, es por tu bien. Hazme caso, que sé lo que digo.
Yo no quiero escribir para hacer lectores. No quiero escribir para trazar una línea entre los (buenos) niños que leen y los (ignorantes y cazurros) niños que no leen. No quiero escribir para que entiendan el mundo, al menos no para que entiendan mi visión del mundo. No quiero escribir para hacerlos reflexionar, para que se den cuenta de lo que sí y lo que no. Por supuesto, si algo que yo escriba los atrapa, los entretiene, les hace disfrutar y, además, les provoca una pregunta para la que ellos tendrán que buscar la respuesta, seré feliz. Pero es su respuesta, no la mía.
Y releo esto que he escrito y me digo: “cuidado, Chiki, que parece que estás banalizando la literatura infantil y estás diciendo que los niños solo deben leer por entretenimiento”.
No.
Y sí.
Creo que la literatura, para niños y para adultos, debe incomodar, remover, plantear preguntas. Y entretener, claro que sí. Divertir. La literatura debe divertir. ¿Por qué va a acercarse un niño a un libro si no es para pasar un buen rato? No hay nada malo en pasar un buen rato leyendo. De hecho, creo que esa es la mejor parte de la literatura, del cine, de la danza. Disfrutar. Gozar. Los adultos hemos hecho una peligrosísima asociación entre la diversión y la mala calidad. Nos ponemos las gafas en la puntita de la nariz para mirar desde arriba a los niños y decirles: hazme caso, que he vivido más que tú y sé de lo que hablo. Y tal vez no. Tal vez son ellos los que saben más, los que conocen exactamente lo que quieren, lo necesiten o no, creamos que lo necesitan o no, precisamente porque han vivido menos y aún no tienen todos esos prejuicios que cargamos en la mochila de la adultez.
A lo mejor, los que nos dedicamos a escribir para niños deberíamos dejar de mirar nuestro ombligo adulto y experimentado y fijarnos en el suyo, tan limpio, tan tierno, porque en el nuestro se ha acumulado ese tufillo adulto que no hay manera de quitar por mucho que nos lavemos.
Tan profunda y definitivamente de acuerdo…
Me alegra saber que somos muchos los que pensamos así. 😊
¡Por fin! Me alegra leer esta reflexión, porque cuando voy a contar a algún cole la pregunta estrella es “¿Qué van a aprender?”, Yo siempre contesto… “Que un cuento puede ser muy divertido” y en ese momento cambian la cara y dicen “¿solo?”. ¿De verdad parece poco? ¿Hemos hecho de la literatura infantil un catálogo pedagógico? ¿Hay algo mejor que descubrir que puedes reirte con un libro? Gracias por escribir desde su visión.
Gracias a ti, Miriam. Yo creo que es una reflexión cada vez más extendida (o tal vez solo quiero creerlo)
Me parece excelente esta reflexión. La LIJ no es una Literatura menor, es difícil. Creo que debemos crear con calidad literaria, dejando puertas abiertas para que niños, niñas y adolescentes puedan encontrarse a sí mismos y resolver el cuento o la novela a su modo, sin recetas, dándole siempre la oportunidad de la crítica y la investigación. Entonces sí podremos decir: Es un libro de Literatura Infantil y Juvenil, que también pueden leer los adultos. Qué bueno que pensemos muchos todo esto.
Muchas gracias, Zunilda. Sí es bueno que seamos legión en esta defensa. Y me alegra muchísimo saberlo 🙂
Totalmente de acuerdo. De niña lo leía todo. Todo lo que me divertía, los libros que no entendía o que me aburrían los dejaba. Había tanto donde elegir. Y de mayor sigo igual. Leo lo que me entretiene. Lo que me divierte. Lo que me remueve y me hace pensar. Pero jamás leo lo que me aburre profundamente. Eso lo dejo. Sigue habiendo tanto donde elegir… que una sola vida no alcanza para leerlo todo, así que, cada uno tiene sus criterios. Por cierto, enhorabuena por tu libro: “El cofre de Nadie”, un buen ejemplo de literatura juvenil, que también engancha a los adultos y además, entretiene.
Muchas gracias, Elena. Por pasar por aquí, por leerme… Yo también he aprendido a dejar sin terminar lo que no me gusta. Un abrazo