Ni siquiera me molesta (mucho) el idiota que va oyendo música ratonera en el teléfono como si el autobús fuera su garito preferido; ni el de las cadenas de oro, que parece M.A. Barracus, en blanco y con 60 kilos como mucho, que come chicle con la boca abierta (si hace una pompa igual le digo algo); tampoco la de la colonia barata (y maloliente) o el que se ha pasado de parada y le grita (sin razón) al conductor. Todos ellos, hoy, a esta hora, me parecen tiernos, humanos. Perdonables en su estupidez o su torpeza.
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