
Hoy hago un trayecto distinto en el metro. Entro en mi estación, pero hacia otra línea. Al llegar al primer rellano de escaleras, un hombre toca la canción de Bella y Bestia con un violín. Ralentizo el paso porque es acogedor, cálido.
En el siguiente tramo de escaleras, como a mitad de descenso, el violín suela lejano y se mezcla con las notas de un saxo y una voz vieja que se acerca al Quizá, quizá, quizá, de Machín. Hay un punto, no dura más que unos segundos, en el que ambas melodías parecen competir sin lucha. Se acoplan. Se acompañan. Bailan.
También yo bailo sin querer.
Y en ese instante huele a Madrid. Sabe a Madrid. Siento Madrid.
El saxo gana solo porque estoy más cerca. Es rojo y dorado y lo toca un hombre mayor.
Casi decepcionada porque ha desaparecido esa magia de unos segundos, acelero el paso y entro en el vagón a la carrera. Tan a la carrera que estoy a punto de arrollar a un chico muy joven que, guitarra en ristre, canta Country Roads.
Y me enamoro.
De él.
De su voz.
De otro Madrid.
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