
Frente a mí, sentada, va una chica impecable. Lleva el pelo perfectamente liso, perfectamente peinado. Aun así, saca un cepillo y se peina. Justo a mis pies va tirando los pelos largos, larguísimos, que se quedan prendidos en el cepillo. Me resulta poco higiénico, la verdad, pero sobre todo tengo la sensación extraña de estar presenciando algo demasiado íntimo para un vagón de metro. Es tan elegante en cada movimiento que me parece la escena de una película de los cincuenta, esas en las que las chicas se peinan una melena perfecta frente a un tocador.
El vagón va lleno, cada viajero que entra nos aprieta un poco más, así que acabo pegadísima a la chica perfecta, ella sentada y yo de pie. No tiene cejas, las lleva pintadas. Las pestañas llevan kilos de rímel y, aun así, parecen hilos de seda. La miró tanto, tan en detalle, que si levanta la vista me sentiré avergonzada. Y a pesar de ello, sigo mirando. Tiene un grumo de rímel entre dos pestañas, como para demostrar que cabe la imperfección en el cuadro.
Saca el teléfono, lo pone frente a la cara, pero no suena el clic de una fotografía. Solo se está mirando. También ella ha debido de ver el grumo imperfecto porque hace pinza con dos dedos y lo aplasta hasta que desaparece. Contengo las ganas de decirle que no, que lo deje, que la hace más humana. Sonríe. Al teléfono, no a mí. Estoy tan atrapada en la imagen que el resto del vagón desaparece, ignoro los empujones, la megafonía. El vagón se queda extrañamente vacío. Y se llena.
Y me bajo, una parada tarde.
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