
A mitad de las escaleras oigo pasos que se acercan corriendo. Me adelantan un padre y un hijo, cuatro o cinco años, que bajan en plena competición. El padre simula correr como simulamos los padres que queremos que nos ganen. Llegan al final de la escalera entre risas y, en el último escalón, el padre salta y pisa antes que el hijo la plataforma que da acceso al andén.
Se tiran al suelo, muertos de risa y con mucho teatro. El padre se pone en pie, coge al hijo en brazos y grita: “perdió, mamá”. Aparece la mujer a la que se dirige, que ha bajado al mismo ritmo que yo, el de las madres que no queremos partirnos la crisma.
“No perdí, llegamos a la vez”, dice el niño, aún riendo.
El padre lo deja en el suelo, se pone un poco, solo un poco, serio. ” Perdedor -dice-, eres el perdedor”.
El niño cambia la cara, mira a la mamá y después a su rival, porque a estas alturas es más rival que padre, pone los brazos en jarras y dice, muy serio: “pues tú eres gordo”.
Y reímos la madre y yo. Y ellos echan a correr hasta el final del andén.
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