
Hace tiempo que no voy al trabajo en autobús, porque el metro es más rápido, pero hoy lo he elegido porque estoy enganchada a un libro y en el autobús se lee mejor. Cuando se abren las puertas oigo música flamenca y sonrío. No me había dado cuenta de cuánto lo echaba de menos.
Una familia gitana ocupa medio autobús. No es que sean muchos, es que van desperdigados y hablan a voces entre ellos, con esa música en la voz tan de gitanos.
Localizo a una mujer mayor, un hombre de unos cuarenta y tres niños. El hombre escucha música en el teléfono y una niña canta por encima de la voz rota de ese flamenco que a la mayoría se nos hace demasiado profundo. Es mucha voz, la de la niña, para un cuerpo tan pequeño.
La mujer mayor le cuenta a voces a la señora que tiene al lado que a su Perla le han encontrado un hueso de más y van a operarla. Me acuerdo de Mariana, de sus huesos como ramas de árbol. El hueso está en el pie y Perla no quiere operarse. Cuando va a explicar por qué, llegamos a Embajadores y la mujer grita que es la suya.
El hombre se pone en pie, da la mano a dos niños y le dice a la niña que se agarre a su hermano. La abuela, deduzco con mi cabeza novelera que la mujer es la abuela, se levanta a por un carrito de bebé con niño incluido que va en la zona habilitada para carros.
Cuando se abren las puertas, la mujer le dice al conductor que espere. El hombre baja. Los niños bajan. La niña espera y la abuela se gira y le dice a la mujer:
-Que no quiere porque no puede bailar. Y dice que, si no baila se muere. Ya ve usted.
El padre llama a la niña:
-¡Perla!
Y bajan. Y los veo alejarse caminando deprisa. Menos Perla. Ella va dando pasitos, se para, taconea un instante y luego corre para no quedarse atrás.
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