En mi vagón viaja un chico con algún retraso cognitivo acompañado de su madre. Lleva unos cascos verdes enormes y mueve la cabeza hacia los lados, como siguiendo la música. Juega con las manos de su madre, dobla los dedos y los estira, las retuerce, flojito.
De pronto estira mucho el brazo, como para tocar algo que hay detrás de su madre y una chica le tiende la mano. Ella lleva media cabeza rapada, rastas en la otra mitad y aros suficientes como para volver loco un arco detector de metales. El chico tira de la mano y toca las pulseras de hilos de colores. Quiere acercarlas, pero la madre está en medio. “Deja las manitas quietas”, le dice. La chica sonríe y la rodea hasta ponerse al lado de él. Imagino que es su hermana, por la naturalidad y la confianza.
Le muestra las pulseras, se sube la manga del abrigo para que las vea bien. Él coge el brazo, se acerca, lo huele. Ella sigue sonriendo.
Al llegar a Chueca le dice:
-Yo me bajo ya. ¿Cómo te llamas?
-Marcos -dice la madre-. No habla.
Ella vuelve a sonreír.
-Hasta luego, Marcos.
Y cuando se cierran las puertas, Marcos vuelve a jugar con los dedos de su madre.
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