Un grupito de ocho adolescentes duermen en mi vagón. Llevan las deportivas sucias y la espuma del pelo aplastada. Y todos, salvo uno, duermen apoyados contra el respaldo o contra una barra de metal. No unos contra (o sobre) otros, qué va. El amor se les ha gastado en una noche larga. Menos el chico despierto, que soporta la cabeza de otro chico sobre las piernas mientras le acaricia el pelo.
Y tengo la sensación, seré yo, de que es el más feliz de todos.
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