
Me he pasado la pantalla de “haz el imbécil en el metro” con récord de puntos y bola extra.
Se ha quedado un sitio, cosa rara, y me he sentado, cosa más rara, pero es que iba leyendo. La chica de mi lado ha sacado una bolsa verde de chuches, tronkitos, tuskitos… Algo que terminaba en -kitos. Olía a infancia todo el vagón. Yo seguía leyendo, a lo mío, mientras el brazo de la chica subía y bajaba de la bolsa a la boca. Y el olor a infancia.
Y, de repente, sin pensarlo, he estirado la mano, la he metido en la bolsa verde, he sacado una guarrería amarilla y pringosa y me la he llevado a la boca. Ha sido un gesto rutinario, como las palomitas del cine, yo qué sé.
Me he dado cuenta de lo que había hecho justo cuando tenía el gusanillo plasticoso a medio morder, aún sujeto con dos dedos. Y me he muerto de vergüenza. He mirado a la chica, que tenía cara de no saber qué decir, le he pedido disculpas como setecientas veces con medio gusanillo en la boca y el otro medio en la mano.
Le ha durado el estupor un segundo. Luego se ha reído mucho, me ha ofrecido más chuches y ha dicho que no pasa nada tantas veces como yo he dicho: “perdóname, soy imbécil”.
Y he tardado dos estaciones más en comerme la otra mitad, casi a escondidas y aplastándola entre el paladar y la lengua para no hacer ruido.
Para que luego digan que la lectura no agilipolla el cerebro.
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