
Viajo de pie, agarrada a una barrita baja. Adoro que existan asideros para los que nos olvidamos de crecer. Justo delante de mí hay una mujer sentada que luce un tatuaje (bastante feo, letra casi indescifrable, irregular) que dice: “solo Dios puede juzgarme”.
Lo leo y pienso que no. Que yo la juzgo porque la música metálica y machacona que sale de sus auriculares me molesta, porque se empeña en estirar los pies, aunque yo estoy delante, y me golpea todo el rato. Voy así, pensando cuánto puedo juzgarla y qué poco le importa a ella. Tal vez el significado profundo del lema no es literal, no es que solo Dios pueda, sino que le importa un carajo si los demás lo hacemos. Me debato entre aplaudir la idea o rechazarla hasta que llegamos a Alonso Martínez.
Nos bajamos las dos. Se baja casi todo el vagón, en realidad. Subimos como borreguitos ordenados por la escalera, ella delante, yo unos escalones detrás. Y en el rellano entre escaleras, una batería de trabajadores del metro esperan para pedirnos los billetes. La mujer se gira, mira hacia atrás, intenta pasar entre dos viajeros. Enseño mi tarjeta y ella se queda retenida, deshaciéndose en explicaciones.
Qué puta la vida, pienso, que no entiende de significados.
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