
Entro en el vagón a la carrera y me topo de bruces con un armario ropero de dos cuerpos más altillo. Un chico joven, dos metros y pico. La cabeza le roza el techo del vagón. Creo que nunca he estado tan cerca de un tipo tan alto. Y mira que tengo altos en la familia. Me quedo pegadita a su espalda, casi a su cintura. De pronto grita un saludo y un chico más bajo que yo se abre paso entre la gente hasta llegar a mi armario ropero. Se abrazan efusivamente. El alto tiene ese acento inconfundible de los argentinos.
Hablan de las vacaciones, que se les han hecho cortas, de un local al que no los dejaron entrar. Y yo voy escuchando, pegadita al armario. Tan pegadita que, sin darme cuenta, me recuesto un poco contra su espalda. Voy leyendo y su cuerpo me da la seguridad que siempre busco en una pared porque los vaivenes me hacen perder el equilibrio.
Al llegar a Callao, el armario se agacha un poco, gira la cabeza y me dice: yo ya me bajo, lo digo para que no te caigas.
Sé que me he puesto roja. Estoy segura. Sé que he balbuceando alguna idiotez. Sé que me he disculpado y él ha sonreído con una boca enorme.
Gracias, armario argentino, por soportar un ratito mi inestabilidad. La física. De la otra, ya otro día.
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