
En el bus ya se nota que hemos vuelto todos de vacaciones. En la parada siguiente a la mía se suben una chica joven, puede que madre, puede que cuidadora, y una niña de tres o cuatro años. Lleva babi de rayas rojas, como los que llevaban los míos en educación infantil (tantos años atrás). La niña tiene cara de pilla, de sinvergüenza, en el sentido más positivo de la palabra. No para quieta, pero tampoco molesta.
A la chica joven le suena el teléfono y contesta solo para decir: “te la paso.” Y luego mira a la niña y le dice: ” ponte, que es papá”.
La pequeña cambia la cara, mucho más seria. Imagino a papá al otro lado, tan orgulloso de lo formal que es su hija. Va diciendo “sí”, “no”, “el tobogán grande”, “he pintado un cuento”. Unos cuantos monosílabos después, cuando la voz suena casi a despedida, la niña dice: “papá, te he hecho caso. No me he peleado. (Silencio) Ya, pero es muy difícil, que algunos son muy idiotas”.
Y me dan ganas de decirle que sí, que le quedan muchos idiotas en la vida, pero también muchos cuentos por pintar y muchos toboganes grandes, que haga caso a papá y los disfrute, que los otros, los idiotas, no merecen la pena.
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