Al entrar al vagón, dos chicas de unos quince o dieciséis años se me quedan mirando. No les gusto, es evidente. Me siento mientras ellas se quedan de pie. Me miran, cuchichean, se ríen de forma demasiado forzada.
-¡Qué asco! Vieja.
Pueden hablar de mí o de cualquier otra cosa, pero me siento observada. “Verde como los mocos”, dice una, y estallan en carcajadas.
Un chico se levanta de los asientos que hay al otro lado de la puerta, se acerca, se para frente a ellas y, justo antes de abandonar el vagón, dice:
-Sois gilipollas.
Me sonríe y se baja.
Y desde el andén me mira y asiento. Y muevo los labios despacio para que lo entienda: gracias.
Deja una respuesta