
En la entrada a la estación, Sergio (sé su nombre porque su madre lo repite cada vez que le habla, así, con vocativo y coma) se dirige hacia las escaleras del metro y su madre hacia las de la Renfe. “Sergio, es por aquí”. Y Sergio sigue andando. Debe de tener unos veinte años y su madre unos cincuenta, así que empatizo en el segundo uno. Con los dos. La madre lo sigue, refunfuñando, “Sergio, esto es Renfe”, “Sergio, que vamos mal”. Bajan así toda la escalera, él delante y ella siguiéndolo.
Me dan muchas ganas de decirle que no, que Sergio va bien, que es el Metro, que la Renfe es al otro lado, donde ella quería ir. Pero me callo. Y observo. Hasta ralentizo el paso para no adelantarlos.
Llegamos a los tornos de acceso y Sergio pasa la tarjeta. Su madre lo imita: “Sergio, ¿seguro que es por ahí?” Bajan hacia mi andén. Sergio. Sergio. Sergio.
Entramos en el vagón, Sergio aún no ha dicho una palabra, pero no consigo que me caiga mal. Todas sus decisiones eran correctas, aunque no se haya parado ni una vez a explicarlas.
Entran en el vagón con esa distancia de tres metros que han mantenido desde que me crucé con ellos en la calle, pero las estrecheces de la mañana los obligan a la reconciliación. Se queda un sitio libre y Sergio lo mira, luego mira a su madre. Los dos sonríen y me hacen un gesto para que me siente. Ni siquiera discuto que tenemos más o menos la misma edad, la madre y yo, claro, ni que no me hace falta. Me siento porque, mientras sonríen y hacen gestos que solo ellos comprenden, se van acercando. Para cuando ocupo mi asiento, Sergio ya la sujeta por la cintura en un dibujo desigual, como veinte centímetros de desigualdad.
“Anda que si te hago caso…” Dice. Y le besa el pelo.
Y yo les sonrío. Y la mañana es mucho menos áspera.
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