Hay un espacio mágico entre las estaciones de Gran Vía y Alonso Martínez, un espacio que merece una novela.
Los viajeros amplían (ampliamos) la jornada laboral y gestionan contratos, acuerdos, citas, ¡el color de la piedra de una chimenea!… hablando por teléfono. A veces se cruzan conversaciones y el efecto es sorprendente: el señor del traje pequeño quiere cambiar la reunión de las doce porque le ha surgido algo y la mujer de la piedra quiere ver a su cliente justo a esa hora.
Al salir de Gran Vía empieza la magia. Los que hablan por teléfono repiten frases, preguntan, miran sus pantallas y vuelven a colocarse el teléfono en la oreja. Para cuando entramos en Chueca, la mayoría ha desistido (no te oigo, te llamo luego, voy en el metro, mierda de cobertura). Los dos minutos, no creo que sean más, entre Chueca y Alonso Martínez se convierten así en un espacio de observación, de conocimiento y reconocimiento. Los viajeros levantan la vista, ven a quien viaja junto a ellos, alguno sonríe.
Y cuando el tren entra en la estación comienza el barullo, medio vagón le pide permiso al otro medio para salir, nos apelotonamos, incluso hay quien se queja de la torpeza de otro que no consigue apartarse. Pero me gusta pensar que, durante esos pocos minutos, hemos vuelto a ser humanos.
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