
Los nuevos autobuses de la línea 34, de esos dobles, con fuelle en el centro, tienen tres asientos criminales en la última fila. Son estrechos, el acceso es casi imposible si alguien se sienta en el de fuera y hace un calor de mil demonios porque el motor va justo detrás.
Hoy no me apetecía ir de pie porque tengo la espalda guerrera, así que he ido hasta el fondo. Un hombre ocupaba el asiento de fuera (así somos) y los otros dos estaban libres. Le he pedido amablemente paso y me ha mirado como si una mosca le hubiese distraído momentáneamente de lo que fuera que leía en su teléfono y ha apartado ligerísimamente una pierna. He entrado rozándome, casi diría restregándome, porque no había espacio y me he sentido incómoda por invadir su espacio, porque no me ha facilitado el acceso, porque era mucho roce para no habernos ni siquiera saludado.
Se ha bajado en la parada siguiente y me he pegado al cristal, para dejar libres dos asientos que, en seguida, ha ocupado una pareja de unos treinta años. Digo pareja porque hablaban del sofá que no les han entregado, de la fibra óptica que sí, muy rápido. Igual sólo comparten piso, qué más da.
Suelo bajarme en el botánico, pero lo retraso por si ellos bajan antes y así evitamos el numerito, pero nada. En el Museo del Prado les digo que tengo que salir. Apartan exageradamente las piernas, sonríen, piden disculpas. Yo también. Me aprieto contra el asiento delantero pero soy consciente de que aún así me estoy rozando con la chica. Esta vez, aunque también es incómodo, molesta menos. Cuando la he superado, el autobús frena de golpe.
Podría haber sido una escena romántica de comedia de sobremesa, pero no. Me caigo sentada encima del chico, le doy un rodillazo a la chica. Me muero de vergüenza y, cuando voy a pedir disculpas otra vez, empiezan a reírse a carcajadas y ella me dice: “¿repetimos?”.
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