En los dos asientos frente al mío, una pareja se besa con la torpeza de quienes se han besado poco, como si les costara encajar o saber qué hacer con las manos. Tres estaciones después, y mucho más diestros, ella se separa un poco y lo mira a los ojos. Por alguna razón, ella me cae mucho mejor que él.
-¿Qué pasa? -pregunta el chico.
Y ella, con una cara a mitad de camino entre el enfado y la tristeza, le dice:
-Que tiene razón Adriana cuando dice que la engañas.
Él le acaricia el pelo, le sujeta la barbilla con mimo para como para que no gire la cara.
-Te juro que nunca la he engañado.
De pronto él me cae muy mal, y me enfada estar juzgándolo, pero algo no encaja, sé que no cuestiono sus valores morales ni nada parecido. Entonces ella, muy despacio, le dice:
-Habías, nunca la habías -recalca la palabra- engañado. Hay que usar bien los verbos.
Y de golpe comprendo por qué me cae mejor ella.
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