
El bus va lleno. Solo queda vacío uno de los asientos reservados, ese de ancho especial en el que dos no caben, pero a uno le sobra. Sube una pareja mayor. Van de la mano y no se sueltan al subir ni al pasar las tarjetas por la maquinita. Miran hacia el fondo, sobre todo ella. Él tira de la mano de la mujer, como para retenerla donde está, hasta que se gira. Me levanto para ofrecer mi sitio y el hombre dice que no con la cabeza. Voy justo en el asiento enfrentado al libre. Insisto. Se miran. Me miran. Ahora niegan los dos.
El hombre se sienta muy pegadito al borde y deja sitio. No se han soltado de la mano. Ella ocupa la otra mitad, muy pegada, claro, casi sentada encima, y él al fin la suelta para pasarle el brazo por los hombros.
Sonríen tanto que me da vergüenza mirarlos porque siento que violo su intimidad, pero a la vez me cuesta no hacerlo porque son la imagen perfecta del amor.
Saco el teléfono, mitad para escribirlo mitad para esconderme y, cuando levanto la vista, ella me sonríe, picarona.
Y entonces sí, los miro con descaro. Sonrío. Y quiero darles la enhorabuena.
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