Hoy, en la parada de autobús, me he dado cuenta de que se me había roto una muela. Estaba leyendo Fahrenheit 451 y al pasar la lengua he notado los piquitos ásperos y el agujero, pero en lugar de pensar en mi dentista me he acordado de Angel Zapata, porque tiene un cuento maravilloso de una muela que no soy capaz de entender y aun así me encanta. Tal vez no está hecho para mí o yo no estoy hecha para él, pero nos hemos empeñado en gustarnos (y aquí mi inmodestia me dice que yo también le gusto a esa muela enorme que rueda por las escaleras del metro). Sigo leyendo a Bradbury:
Los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas.
Y yo pensando en la muela y en Zapata y en cómo se puede disfrutar de lo que no se entiende o cómo entender no es siempre lo importante. Y pasándome la lengua por el hueco que antes no estaba. Y me han dado ganas de escribir, de dejar que se marchase el autobús y volver a casa, a mi pijama, a mis cuevas. A mis huecos a medio tapar, para luego darme cuenta de que no hace falta porque, aunque no toque la vida, aunque tal vez ni siquiera la roce, no la violo ni la abandono. Solo la cuento.
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