
Tengo cincuenta años y soy escritora.
No son cincuenta, en realidad, sino cuarenta y nueve, pero en esto de los años, los que acaban en nueve me parecen cobardes que se agarran a su decena por el vértigo que les produce el cambio. Tal vez tampoco soy escritora, tal vez estoy en el nueve previo, a punto de dar el salto y con miedo a lo que pueda venir.
No.
Tengo casi cincuenta años y, sí, soy escritora.
He perdido la cuenta de las veces que he respondido a la pregunta de cuándo puede uno llamarse escritor. En mis clases, en los encuentros con chavales, en las presentaciones, charlas… Hasta de cañas en algún bar la he respondido. Dado que no hay un título ni un examen que te habilite, supongo que cada uno construimos nuestra propia definición. Para mí, la de los casi cincuenta, la del pelo verde, la que escribe para niños y adolescentes, es una cuestión de compromiso.
Lo que ocurre es que, como en esto de usar las palabras los escritores llevamos ventaja, dejarlo ahí sería tramposo. Tengo que definir el compromiso, mi compromiso. Yo no me comprometo con el reloj, no puedo. Ni siquiera sé si quiero. No me comprometo con un número de palabras. Hay mil palabras que me cuestan menos que una sola. No cuantifico el compromiso en horas, sesiones, palabras, letras ni plazos. Es mi compromiso, así que hago con él lo que quiero. Mi compromiso es conmigo y con mi lector. Y por ese orden, además.
Mi lector, un niño, un adolescente, merece todo mi respeto. Y mi miedo, por qué no decirlo. Escribo para satisfacer el deseo de cada niño y cada adolescente que me regala su tiempo. Y porque lo respeto, tengo que ofrecerle la mejor historia que sea capaz de escribir. Sin plazos. Sin número de palabras. No me importa borrar, tirar, reescribir. He tardado más en escribir un cuento de dos mil palabras que en una novela de veinte mil. Pero ahora, hoy, me siento igual de orgullosa de los dos, del cuento y de la novela, y me importa poco lo que tardé o en qué condiciones escribí cada uno. Creo que he dado lo mejor de mí y que no he guardado el archivo en esa carpeta maravillosa que tengo en el ordenador, la de proyectos terminados, hasta que no lo he sentido así. A mi lector le llegará algún día ese producto final. Y le importará poco si he tardado diez horas o diez mil, si he tenido que madrugar, si he dejado los platos sin recoger, si mi familia se ha cuadrado en bloque y me ha sacado a empujones a la calle. O si salió del tirón, que a veces también pasa.
También respeto a mis editoras, valoro su trabajo, lo admiro y lo agradezco. Pero mi compromiso no es con ellas. A ellas llego con mi obra terminada. Después de escribirla, después de ponerla en la carpeta maravillosa, es cuando pienso en quién puede tener interés en publicarla. Y si dicen que sí, me pongo a su servicio y colaboramos. Pero no son ellas las que me hacen escritora.
El compromiso más gordo, el que he dejado para el final (y esto es pura técnica y, como tal, se aprende), es conmigo. Quiero premios. Quiero libros. Quiero ventas. Quiero una fila enorme de lectores esperando frente a mí, en la Feria del Libro. Quiero encontrarme en el metro con alguien que lee una historia que yo haya escrito. Pero todo eso es secundario, es (o será) consecuencia de lo que soy, de lo que hago. No me llamaría escritora si no tuviera el deseo de ser cada día un poco mejor. Y ese sí es mi compromiso. Crecer, mejorar, aprender. Leo por placer y por entretenimiento, pero también como aprendizaje. Escucho, leo, investigo. Experimento. Y me estampo muchas veces. Pruebo técnicas que no funcionan, aunque en mi cabeza sonasen de maravilla. También tengo una carpeta de intentos fallidos. Y asisto a cursos, claro que sí. Hace diecisiete años del primero. Y desde entonces no he parado de crecer en todos los sentidos. Bueno, en casi todos, mi metro sesenta no ha variado.
Si un día siento que lo sé todo, si un día creo que nadie puede enseñarme nada, habré dejado de ser escritora. Seré otra cosa. Puede que venda más libros. Puede que gane más premios. Puede incluso que me encuentre con un lector en el metro. Pero ya no me sentiré como me siento hoy, ahora. Y entonces, tal vez sí, me ancle en el nueve previo al cambio de decena y deje de cumplir años.
Entonces seré casi escritora.
Mira que eres grande, enana. Aunque tengas cincuenta 😍
Tenemos 50, ¿no? La gemelaridad atípica esta…
Suscribo cada palabra. Qué curioso leerlo cuando tengo 59… Eres genial.
Gracias, Haydée. Todas las edades son buenas, pero los nueves son especialmente divertidos 🙂