
Hay una frase que me encanta usar: «no tiene mesura». La digo mucho cuando me refiero a alguien que no mide, que no calcula, y que termina tenido más de lo que quería. Da igual si es alguien que compra tres kilos de tomate para una ensalada unipersonal o si se trata de un romántico que lleva flores, bombones, tres anillos y un plan de pensiones a la primera cita. Y no es que yo mida las consecuencias de lo que hago todo el tiempo, para qué mentir, pero tengo una especie de detector para lo que sobra. Y, ahora sí, hablo de la escritura, que en la vida a mí nunca me sobra nada.
Casi todos mis alumnos lo han sufrido cuando me entregan un texto y sujeto la hoja por una esquina y la agito en el aire para que caigan las migas sobrantes. Tal vez por eso escribo novelas de tan cortas.
Me molestan las palabras reiterativas. Cuando, en un diálogo, aparece una frase entre exclamaciones y el narrador añade: «gritó Fulanito». Gracias, narrador, por pensar que estaría despistada justo al pasar los ojos sobre las exclamaciones. Ha sido un detalle precioso.
Me molestan las palabras explicativas. Esas frases que aclaran lo que acabo de ver o lo que veré a continuación (Graciela no quería entrar, le daba miedo enfrentarse a su padre, pero después de dudar un rato, pasó al salón), aunque también las atribuyo a la generosidad de los narradores para con los lectores despistados o los de inteligencia escasa que, viendo a Graciela temblar, sabiendo que no ha dormido desde que su padre le dijo «mañana hablamos», necesitan que les aclaren que no quiere hacerlo y que tiene miedo.
Pero de todas las palabras que sobran, de todas las que me molestan, las que más veces marco con mi boli verde son las perífrasis que me mienten y me confunden. Y, entre todas ellas, las que se construyen con «no + poder(conjugado) + evitar + infinitivo». Me molestan porque juntan muchos verbos y eso hace que pesen como una tela mojada. Y porque usan formas impersonales para la acción que de verdad importa y conjugan un verbo que no tiene contenido semántico (poder). Y no es eso lo peor (no se vayan, amigos, que aún hay más). Es que me lían porque, al leerlo, me pregunto si el personaje de verdad intentó evitar lo que fuera. Igual soy yo la que os está liando ahora, voy con un ejemplo.
Juan no pudo evitar fijarse en las canas de Manolo.
Manolo tiene canas, eso me queda claro. Si le sientan bien o mal me lo dirá el contexto y me lo dirá el resto de la escena (si está bien construida). Pero lo que no tengo nada claro es si Juan quería o no mirarlas. Juan entra en la habitación y ve a Manolo, que lee tranquilamente bajo los primeros rayos de sol, junto a la ventana. No quiere mirar, no quiere ver esas canas. Y por más que lo intenta, oye, no lo consigue, no puede evitarlo.
Si cada palabra de un cuento, de una novela, de un poema, de un micro o de la lista de la compra está ahí para decir algo, yo, que soy una chica obediente, busco qué me quiere decir. Y si lo que el narrador me cuenta es que Juan no pudo evitar ver esas canas, significa que primero lo intentó y luego se dio cuenta de que no podía. Yo no puedo abrir botellas de tapón de rosca, no tengo fuerza en los dedos y siempre pido a alguien que las abra por mí, pero juro que lo he intentado. A cambio, no sé si puedo acertar lanzando una flecha con un arco a una diana, porque jamás lo he intentado (sospecho que fallaré, pero lo mismo tengo el don de la puntería y no me he dado cuenta).
Tal vez Juan no quería ver las canas porque le gusta Manolo y le molesta un poco que se esté haciendo viejo. Tal vez se siente acomplejado, porque las canas le quedan de maravilla y en cambio él sigue pareciendo un crío. Tal vez sabe que le ha dado un disgusto y que la consecuencia han sido esas canas que han brotado en una noche. Se me ocurren mil ideas y todas me gustan. Pero tal vez, solo tal vez, el escritor que hay detrás de esa frase ha usado un cliché sin darse cuenta de que me está confundiendo y que me voy a sentir defraudada si lo único que pasó es que Juan se fijó en las canas de Manolo como podría haberse fijado en la arañita que recorría la repisa de la chimenea. Aunque, claro, eso sería menos literario.
No sé las veces que me han preguntado en alguna entrevista qué consejo le daría a un escritor novel (como si yo fuera una veterana). Pues ahí va, sin que nadie me lo pida: mide. Mide cada palabra que escribes y valora si es necesaria. Valora si solo es un adorno vacío o, lo que es peor, si confunde a quien te lee. Sacude el texto como quien sacude el mantel después de comer para que caigan las migas. Ya lo barrerás luego o vendrán los pajarillos a darse un festín. De lo contrario, acabarás haciendo un artículo de casi mil palabras solo para decir que «no pudo evitar» es una expresión vacía.
Gracias por el artículo, muy bueno, como siempre. No me aplico los consejos, porque si les quito más palabras a mis historias, acabaría dejándolas solo con el título, y bastante esfuerzo les pido ya a mis lectores 😘
No quites, no.
No puedo evitar aplaudir 😣
👏👏👏👏👏👏👏👏👏
Gracias, Berna. nopodamosevitar juntas 🙂
Me ha encantado Chiqui. Es una de esas cosas que ya sé, pero que se me olvida cada vez que me pongo a escribir. Espero que tus ejemplos, muy divertidos por cierto, me ayuden a tenerlo presente. Gracias!
Muchas gracias, Raquel. Hay mil cosas que sabemos y se nos olvidan cuando nos ponemos a escribir, así que, si el humor de mis ejemplos te hace recordarlo, bienvenidos Juan y Manolo 🙂
Ahora me da cosa poner aquí lo mucho que aprendo con lo que escribes, por si lo pongo mal.
jajajaja. Tú nunca pones nada mal, Enrique Carlos. Gracias por la visita.
Creo que con tu consejo me has convertido en microrrelatista, Chiki.
Bah, Nuria, tú nunca has sido de extenderte mucho, no me culpes a mí, que venías ya enseñada 🙂
Usar las palabras necesarias. Si hay que expresarse con tres palabras, pues ni una más, ni una menos: así, en la corrección, se podará dos.