Hoy hablaba con una amiga del concepto del éxito en esto de escribir. Y después me he quedado pensando que también deberíamos analizar el concepto del fracaso. Y, sobre todo, abrazarlo y entenderlo.
Cuando hace tres años entré en la clase de Alejandro Marcos con los primeros capítulos de lo que luego fue El cofre de Nadie, él escuchó mis explicaciones y me dijo, entre otras muchas cosas, que ahí había tres novelas. Y era verdad, claro. Lo que Alejandro me dice siempre es verdad (qué importante es tener alguien que te escuche y te responda con verdades).
Aquel boceto que llevé a clase empezaba con una cena en un restaurante a oscuras y una chica que descubría su condición de hipersensitiva. Mi protagonista se encontraba con otra gente que tenía un sentido superdesarrollado, pero ella los tenía todos. Era mi preferida de las tres historias y me moría de ganas de escribirla, pero leí El asesino de Alfas, de Patricia García Rojo, y abandoné la idea. (Si no habéis leído la trilogía de Patricia, dejad de leer artículos insustanciales en internet y corred a buscarla).
Descarté la historia de los hipersensitivos, escribí El cofre de Nadie y guardé la tercera trama para más adelante. Un año después, concretamente. Recuerdo que me peleé muchísimo con aquella idea porque había nacido como una siamesa fallida y yo no hacía más que ver las costuras de todo lo que faltaba, de esa hermana que ya estaba llegando a los lectores. Cuando la terminé estaba tan enfadada con la historia y conmigo que la mandé a mi agencia y dije algo como «no vale para mucho, pero bueno, ahí está». Reconozco que cuando me pongo dramática doy un poco de risa.
Hablamos de editoriales, de las que pensábamos que podrían estar interesadas e incluso, cuando se me pasó un poco el enfado, mencioné una con la que tengo muchas ganas de publicar.
No la quisieron.
Pocos meses después esa misma editorial lanzó una novela maravillosa con una temática similar y me consolé pensando que no tenían cabida dos historias parecidas en el mismo catálogo.
Mientras seguíamos llamando a las puertas de otros sellos, supe de una historia premiada que se desarrollaba en el mismo escenario y vi el anuncio de un lanzamiento con una base temática parecida. Mi novela, además, incluía un guiño constante a un cuento clásico y, tres meses después de terminarla, se publicó un retelling (cómo odio las palabrejas en inglés) de ese mismo cuento.
Cuando eso pasa, hay que llorar. Hay que llorar un poco y luego seguir adelante. Hay que escuchar esa (puñetera) voz que repite machacona un «qué esperabas» y un «ya te lo dije», que te baja los humos o te entierra en una niebla densa, quién sabe. Porque ahí, en el fracaso, en el no-éxito inmediato, es donde habitamos la mayor parte del tiempo y más vale que nos vayamos acostumbrando.
Podría escribir una lista de excusas más larga que cualquiera de mis novelas, podría pensar que los astros se han aliado para hundir mi carrera de escritora, que me espían y me copian autores mucho más reconocidos que yo, que tengo mala suerte, que las editoriales no se atreven (ninguna eh, y mira que hay), que la censura nos ahoga (con todos mis respetos, señor Dahl). Pero no, lo cierto es que la explicación es mucho más sencilla: mi historia no es demasiado original. Puede, incluso, que no sea demasiado buena.
No pasa nada, no pretendo ser original, la rueda se inventó hace mucho. Tengo mi forma de contar historias y esa es mi fuerza, eso es lo que ofrezco al mundo lector, no la originalidad de las tramas.
Buscar excusas es sano. Es confortable y reparador. Cuando declararon desierto aquel premio al que me presenté segurísima de ganarlo, me convencí de que la editorial no tenía dinero ese año para el premio. Pero es también muy arriesgado, porque si nos instalamos en la excusa, viviremos enfadados con el mundo y nos negaremos el placer de la lectura. ¿Cómo voy a disfrutar de quien me ha ganado, de quien ha llegado antes que yo, de quien, incluso, lo ha hecho mejor?
Me niego a vivir enfada con la lectura porque quiero aprender de Patricia a escribir bonito; de Mónica a pensar en lo que quiero escribir antes que en lo que otros quieren leer; de Victoria a fijarme en los detalles, yo que soy pájaro miope de vuelto alto; de Nando el respeto y el amor por quienes nos leen; de Begoña ese humor que nunca me sale; de Alejandro a elegir lo necesario. Esta, la lista de las autoras a las que admiro y de las que aprendo, sí es casi infinita y sí que me interesa seguir ampliándola.
Son la curiosidad, la envidia, el deseo de llegar donde otros han llegado los que nos hacen crecer. Y descubrir. Yo sigo descubriendo libros y autores maravillosos que me aportan el placer que siempre he buscado en la lectura y lo celebro como la pepita brillante en el fondo de la batea.
Y mientras mis novelas siguen buscando casa o buscando lectores, yo me afano en aprender más, en disfrutar más, porque la vida es muy corta para vivirla pensando que el mundo urde planes en mi contra.
Pues solo puedo decirte que, después de la visita al Celsius y de traerme el libro firmado, me vine con la intención de aprovechar el verano para leer varias cosas y entre ellas, “Recuérdame por qué he muerto”.
El libro me ha gustado y sorprendido mucho, pero lo que más me flipo fue el principio.
El principio con mayúsculas, o sea, las cuatro primeras líneas para empezar y el primer capítulo para seguir.
Esas cuatro primeras líneas me parecieron magistrales y creo que marcaron mi disposición para el resto.
También te digo que le pasé el libro a mi mujer super recomendado y no consiguió engancharla.
Es lo alucinante de la literatura. El mismo libro a cada persona nos cuenta una historia diferente y nos genera diferentes sensaciones.
Un super abrazo y siempre adelante y aprendiendo.
Julio
Gracias, Julio. Me alegro mucho de que te haya gustado. Y, sí, la literatura es un generador de sensaciones impredecible. ¡Besos!
Que sigas disfrutando!
Muchas gracias, Magnolia.
Me encanta leer reflexiones que una ha sentido con tanta virulencia. Te hace sentir más humana, te reconcilia con ese yo interior que no te gusta y te reconcilia. Yo no me enfado pero me reprimiendo (en demasía) y digo cosas que, cuando leo en otros, amigos y no amigos, tiendo a arroparles y hacerles ver lo poco real de sus pensamientos. (pero no en mí).
Respecto a las ideas pisadas, justo diez minutos después de descartar las mías,… Ay. No creo que esté todo escrito, no creo que sea casual, creo que despierta en las editoriales el deseo de hablar de ello pero necesitan uno más a adaptado a su estilo. Y, sí, me da rabia ver seis meses después un libro parecido pero no, con tu idea subyacente.
Gracias por expresarlo con otra voz que no es la mía, gracias por ilustrar, gracias por equivocarte y sobre todo gracias por no engañar.
Jo, muchas gracias, Amaya. Creo que muchos nos sentimos así y, en este caso, la falta de originalidad es una buena señal 🙂
Yo creo que lo más duro del fracaso es esa pregunta que trae consigo: ¿qué estoy haciendo mal? A veces hay respuesta y eso nos ayuda a mejorar, otras no, y en caso de que simplemente los astros no se hayan alineado, tampoco sirve de nada frustrarse así que coincido contigo Chiki, lo mejor es seguir mirando hacia delante.
Hacia delante siempre, Amaya 🙂 Gracias por leer y comentar.
Qué bonito! Y qué buen ejemplo! 🤗
¡Gracias, Espe!