
Hoy no quiero hablar de escritura, sino de anturios. El anturio es una planta de flores muy vistosas que me regalaron hace unos cuantos años, en un encuentro con lectores. He estado viendo tutoriales sobre su reproducción. Es increíble cuántos vídeos he encontrado, pero solo uno avisaba de lo más importante: el proceso de fecundación de las flores puede tardar cerca de dos años. ¡Dos años! Es más fácil dividirla o incluso comprar una nueva, lo sé. Además, fecundar las flores con un pincel, esperar cuatro meses para saber si los frutos asoman o no, recolectarlos, secarlos, plantarlos… no garantiza que vaya a nacer una planta nueva. Tan parecido a escribir. Ah, no, que hoy no toca hablar de escritura.
Para tener un anturio nuevo hay que fecundar la flor. Se acaricia con un pincel cada dos o tres días y, aunque no se vean resultados, hay que volver a acariciarla. Con suerte (con rutina y trabajo y paciencia) al cabo de unas semanas los puntos diminutos que conforman la flor empiezan a engordar, como esa novela que parece solo una acumulación de palabras hasta que los personajes van siendo personajes y la historia se convierte en historia.
En aquel encuentro, cuando me regalaron mi anturio, un chico me preguntó qué necesitaba para ser escritor. Igual esperaba que le dijese que hay un curso, un libro, un ejercicio imprescindible. Y sí, todo eso es necesario o al menos muy aconsejable, pero le respondí con una sola palabra: paciencia.
Paciencia para fecundar la flor, esperar al fruto, recolectarlo… Paciencia para acariciar con el pincel las palabras hasta que engordan; paciencia para no retirar los frutos antes de tiempo, para corregir, reescribir; paciencia para recogerlos cuando están listos y limpiarlos, para quitar lo que sobra, para escuchar a los que saben más; paciencia para meterlos en tierra, ese editor, ese concurso, y esperar que broten; paciencia para regar y esperar, regar y esperar, editar, volver a corregir; paciencia para ver el resultado final, para tocarlo, para abrir esa caja maravillosa que contiene los ejemplares de cortesía. Dos años para saber si mi anturio se consolida. Y, aun así, aunque brote, nada garantiza que después eche esas flores brillantes que tanto me gustan, esas regalías por las ventas que tanto asustan.
Paciencia.
Y todas esas fases que he enumerado un poco más arriba están rodeadas de pequeñas paciencias, casi imperceptibles para quien lo ve desde fuera y trampas terribles para el que planta, para el que escribe. La prisa es tan mala, tan dañina, tan enemiga de este trabajo que muchos escritores abandonan a mitad de camino o cierran obras a medio cocer solo para poder pasar a la siguiente fase.
En esto de conseguir plantas nuevas, como en lo de la escritura, arrastro las que me llevo. Toda una infancia en el colegio recordando que si me llevo una se la sumo a la siguiente columna y se nos olvida al ponernos a escribir. Si corro para terminar el primer borrador, me llevo una y se la sumo a la siguiente fase, la de la corrección. Y, claro, si tenía prisa por terminar el borrador, no voy a detenerme demasiado en la corrección (abultada, porque me he llevado una), así que la bola se hace grande y nace el escritor impaciente. El que envía su obra para que otros la valoren a un concurso o a una editorial, antes de tiempo. El que la publica, para no depender de las paciencias que marcan otros. Y luego, cuando no recibe una respuesta positiva, a veces ni siquiera una respuesta, la impaciencia lo consume. También hay quien planta la flor del anturio sin polinizarla y luego se sorprende porque no brota o se queja de su mala suerte.
Voy a apartar las flores y las metáforas por un momento. Escribir, lo he dicho mil veces, es un proceso largo (iba a decir que es una carrera de fondo, pero he recogido la metáfora antes de que se me cayera sin querer). Añado que es muy frustrante si pones el foco en el resultado final (lo sé, aunque no lo diga, estáis pensando en mis flores rojas). Hay autores afortunados que reciben una respuesta del editor en un plazo corto o que ganan el concurso al que se presentan, pero es injusto achacarlo a la suerte porque solo son escritores que ya invirtieron paciencia y que, a base de títulos publicados, premios conseguidos y trabajo (mucho trabajo), han logrado acortar un poco ese proceso.
Soy paciente. No me importa esperar dos años, acariciar las flores con un pincel, desgranar las bolitas, limpiarlas, plantarlas y esperar de nuevo. Pero, claro, no pretendo ganarme la vida con los anturios. Si así fuera, invertiría esos dos años y seguiría acariciando cada flor nueva cuando nace para tener otra cosecha de frutos un mes después. Y otro. Y otro. Y seguiría escribiendo pese a las negativas, pese a las no respuestas, pese a los plazos eternos. Ay, las metáforas, que yo quería hablar de anturios.
Sería tan fácil comprar una planta nueva y ponerla en el salón, enseñársela a los amigos, subir fotos a esas redes medio abandonadas. Una vez logré un brote de mandarino a partir de una semilla y se murió. Tal vez porque no fui paciente. Tal vez porque no le tocaba crecer. Porque en esto, en lo de las plantas, me refiero, no todas las semillas sirven, aunque pongamos agua y buena tierra y cariño. Pero aquí estoy, mirando tutoriales en internet para polinizar una flor. Armándome de paciencia. Acariciando con mi pincel los bultitos imperceptibles que, tal vez, un día sean fruto. Aprendiendo. Entrenando. Porque la paciencia también se entrena. Y de eso sabemos mucho los escritores.
Ains, esos brotes invisibles 😍
Que bella entrada ❤️ Gracias chiki, me encantó.
Te mando un abrazo, cargado to de paciencia y buen rollo
Bea
Muchas gracias, Bea. Por el abrazo y por la lectura 🙂
Precioso, Chiki. Me ha encantado el símil de las flores y la literatura. Muchísimas gracias.
Gracias a ti, Silvia, por venir, por comentar, por mirar siempre con generosidad.