
Aprender a escribir es buscarse a uno mismo. No es (solo) interiorizar técnicas y aplicarlas, es crear un texto nuestro, uno que nadie más habría escrito así. Y para eso hacen falta tiempo, mucha lectura y mucha escritura. Hay primeras novelas maravillosas, autores tocados por la varita de la genialidad que son capaces de sacar esa voz propia en el primer intento, pero son pocos. Son genios. El resto de los mortales nos construimos texto a texto, novela a novela, relato a relato, poema a poema, eligiendo tanto al escribir como al leer.
Hace poco, viendo la portada de La mala luz, de Carlos Castán, pensé: jo, la portada parece hecha por David Guirao. Y sí, resulta que estaba ilustrada por él. David Guirao tiene, para mí, un estilo inconfundible (y maravilloso, ya que nos ponemos). Tener un estilo propio, una voz propia, es algo a lo que deberíamos aspirar todos los que escribimos. Una meta. Al menos yo aspiro a eso, que tampoco soy quién para decirles a los demás lo que deben hacer.
A veces, hablando con un amigo escritor, bromeamos diciendo que él quiere ser Begoña Oro y yo Mónica Rodríguez. Y no es que nos gusten más las obras de la una o de la otra (nos encantan las dos y las admiramos muchísimo), es que mi amigo tiene una capacidad para el humor que a mí se me queda lejos y yo busco una belleza en el lenguaje y en la composición de las frases que a él no le interesan tanto.
Mi amigo lee con especial atención a Begoña y yo escudriño cada palabra de Mónica, porque mientras nos construimos, imitamos a otros, repetimos lo que nos gusta, descartamos lo que no. Por eso es inconcebible aprender a escribir sin leer. La voz de un escritor es un conglomerado de pequeñísimos detalles en el que no es posible separar las piezas. La extensión de los párrafos, el género, la puntuación, el vocabulario y hasta el orden de las palabras dentro de las frases. Yo creo que un escritor empieza a tener voz propia (sea buena o mala) cuando hace esas elecciones de manera consciente, cuando elige y descarta persiguiendo un fin.
Imagino que los ilustradores tienen una caja de herramientas en la que guardan todo lo que necesitan para dibujar y en la que no ponen aquello que no van a usar nunca. Los escritores también tenemos cajas de herramientas, solo que no ocupan espacio en la mesa ni tenemos que reponer lo que se acaba. Texto a texto (leído o escrito) elegimos los materiales, los pinceles, los bolígrafos, los colores y el papel. No quiero decir, claro, que una vez que un autor elige una herramienta tenga que renunciar al resto. Los escritores polifacéticos tienen una cajita de colores y texturas para los poemas, otra para las novelas y tantas cajas como géneros y formatos sean capaces de manejar. Pero vuelvo a la diferencia entre genios y mortales. Los que nos conformaríamos con tener una voz propia y reconocible metemos nuestros colores en una caja y la mimamos como si fuese el último helado del desierto.
Y lo bueno de todo esto es que nunca damos el proceso de construcción por terminado. Que cuando dominamos una técnica, nos lanzamos a experimentar con la siguiente. Al menos así es como entiendo yo el aprendizaje de cualquier disciplina artística. Y la escritura, creo que esto no hace falta aclararlo, es un arte.
Foto de Deeana Creates en Pexels
Qué bien lo has descrito. Has hecho que sea bonito estar en el grupo de los mortales y que no importe no pertenecer al de los genios.
Bah, los mortales somos mucho más divertidos, Isabel 🙂