
La primera vez que vi La Princesa prometida, me enamoré del pirata Roberts. No de Cary Elwes (que también) sino de la idea de un personaje que está por encima de quien lo representa, no importa quién se esconda detrás del antifaz negro, sino la leyenda que arrastra el nombre, el miedo que provoca. El misterio.
Vale, paro un segundo.
Si no habéis leído o visto La Princesa prometida no sabéis de lo que estoy hablando. Roberts es un pirata invencible, un hombre al que todos temen. Pero lo cierto es que detrás de ese nombre se esconde una hilera interminable de hombres que han pirateado durante un tiempo, se han retirado llegados a esa edad en la que a todos nos apetece desaparecer en isla de clima estable, cocos con banderitas y cofres llenos de oro. Y otro, más joven, más hambriento, con menos oro en los bolsillos, ocupa su lugar y toma su nombre. Wesley cae preso en el barco del Roberts del momento y el pirata, sabe Dios por qué, decide no matarlo, por si sirve para el relevo. Tal es mi obsesión con este personaje que, en todas las novelas que escribo, aparece. Aguanta en la primera versión y luego, en alguna de las muchas revisiones, desaparece. Tengo guardados tantos párrafos con descripciones de piratas Roberts adaptados que puede que algún día haga una novela con todos ellos.
Estoy ahorrando para jubilarme aquí, mientras unos cuantos Roberts me abanican
El caso es que Roberts siempre me ha recordado a Sherezade y estoy convencida de que William Goldman quiso hacer un guiño o un homenaje al cuento de «Las mil y una noches» con este personaje. «Hoy no te mataré —le decía el pirata a Wesley antes de que él mismo ocupase el puesto— tal vez mañana».
Hace unos meses pude leer un libro sobre oratoria y el poder de la palabra que se ha presentado esta semana: Convence y Vencerás, de Antonio Fabregat. Sí, no es casual el apellido, somos una familia de artistas, qué le vamos a hacer. El caso es que el último capítulo del libro habla de Sherezade y del Storytelling o, como bien dijo Francisco Valiente, uno de los colaboradores del libro, la teoría del relato. Somos cotillas por naturaleza, decía Valiente, y por eso nos interesa la vida de quien nos está hablando, sus anécdotas. Porque si alguien que se sube a una tarima para convencernos de lo que sea, empieza a hablar contando un suceso que le ocurrió en la infancia o cuando buscaba trabajo o con su primera pareja, atrapa nuestra atención. Como Sherezade, dice el libro, se gana la atención de quien quiere matarla. Un orador pretende convencer a su auditorio de que su postura es la buena y utiliza las historias personales para humanizarse, para buscar la empatía. Los escritores queremos convencer a los lectores de que todo lo que les contamos es cierto y utilizamos para ello las historias de los personajes, sus anécdotas, porque eso los humaniza.
Pero es más fácil creer a Sherezade que a Wesley. Ella viste gasas y él cuero negro (que, la verdad, para estar surcando los mares y escalando acantilados, me resulta un poco incómoda la indumentaria). Él se convierte en un ágil escalador, un increíble espadachín, un estratega inteligente; ella, solo salva la vida. Él es un personaje de ficción; ella, una leyenda. En definitiva, él se encuentra con el destino y ella se lo trabaja. Y esto es algo sobre lo que podemos reflexionar en dos direcciones: al crear a nuestros personajes y al crearnos nosotros.
Imagínate ir todo el día en un barco con estas pintas
Nuestros personajes, esto lo sabe cualquiera que ha dedicado un ratito a analizar lo que lee y lo que escribe, tienen que trabajarse su destino. Los personajes víctimas a los que les pasa de todo son aburridos, nos dan pena un ratito, pero a las pocas páginas queremos zarandearlos para que despierten, para que hagan algo; los personajes afortunados a los que la suerte les cae encima son aburridos y nos caen gordos porque no se merecen lo que tienen. Como Wesley, solo que él es guapo y además, pobre, ha sufrido mucho y se redime jugándose la vida para salvar a Buttercup. Qué carajo, y es amigo de Fezzik. Cualquiera que sea amigo de ese gigante tiene que caernos bien a la fuerza.
Los escritores podemos elegir entre ser Roberts o Sherezade, entre esperar a que la casualidad, el capricho del lector, la buena suerte o un milagro nos conviertan en eternos, en un nombre que provoque una reacción (aunque no sea el miedo) en todo el que lo escuche o en ser alguien que se salva a base de contar historias. Yo, por lo bien que me quedan las gasas y la manía que le tengo al negro, ya he elegido.
Yo también me quedo con Roberts 🙂
Por cierto, no sé si lo sabías pero el pirata Roberts existió de verdad. La broma de que podían ser varias personas y no sólo una se basa en la cantidad de sus correrías, excesivas.
¡Anda, no tenía ni idea! Y por eso parece tan poco real, seguramente 🙂
Relacionado con esto me resulta muy interesante la diferencia que hace Forster ("Aspectos de la novela") entre historia y argumento. Sherezade cuenta historias que nos llevan a preguntarnos con curiosidad: ¿Y luego,qué? Solo así se puede sobrevivir. Y solo así puede sobrevivir el narrador ante una tribu de trogoloditas en una cueva.
Pero el argumento es superior.
Y entre preguntas y respuestas vamos sobreviviendo todos, Silvia 🙂 Es otro aspecto de "Las mil y una noches" que da para mucho.