
Me pregunta un alumno si su idea mola. Respondo con un discurso que, no por haberlo utilizado muchas veces es menos cierto: las ideas, en sí, no hacen la diferencia.
Yo tenía una idea. Una idea molona con muertos, vivos, ángeles, fantasmas, un poquito de amor, venganza… Ah, no. Venganza no, que tengo incapacidad manifiesta para los personajes malos. El caso es que mi idea empezó con una frase y llegó a quince mil palabras.
No me asusta trabajar, cualquiera que me conozca lo sabe. No pongo pegas a empezar de cero. Pero hay un monstruo que habita debajo del teclado de los escritores de novelas, o debajo del mío al menos, y que repite siempre las mismas palabras: recicla, copipega.
Abrí un documento nuevo y tardé un par de semanas en llegar, otra vez, a las quince mil palabras. Más colocaditas, mejor cosidas entre sí, tal vez. Pero seguía siendo una colcha de esas de parches que de lejos bien, pero de cerca…
Vuelta al inicio, y así hasta cuatro o cinco veces. Porque ese monstruo repetitivo cuenta las palabras. El jodido contador de palabras. Mi ordenador es testigo de que hay cinco versiones diferentes de la misma historia. Y todas con quince mil palabras.
Miento, en la última llegué a veinte mil. ¡Guau! Veinte mil palabras. Y entonces me di cuenta de que seguía sin gustarme y de que no iba a escribirla. Me concedí un día para llorar y al siguiente volví a la carga.
Para vencer a los monstruos solo hay que mirarlos de frente. Bueno, igual no, igual eso no es suficiente para vencerlos, pero es mejor tener luz que luchar a oscuras. Ponerle nombre al monstruo es empezar a vencerlo.
La semana pasada volví a la página en blanco. Pero esta vez de verdad, al cero absoluto. Otra historia, otra voz. Otra novela.
Y me di cuenta en pocos días de que no había tirado a la basura esos cuatro meses de contar palabras. Que el cero absoluto, en realidad, era un cero con decimales y que esos decimales molaban.
Porque mi idea mola. Tiene fantasmas, vivos, muertos, ángeles, un poquito de amor y hasta una puntita de venganza. Pero la idea en sí no hará la diferencia. Las horas y horas de trabajo, los porrazos contra la pared de mi cabezonería, el empeño en contar cosas que no importan, los personajes que no aportan nada pero que me daba pena borrar porque, jo, me los había currado tanto son los que, tal vez, marquen la diferencia.
Y he cosido la boca al monstruo.
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