
Cada poco oigo a alguno de mis alumnos comparar su libro, su relato, su novela con un hijo. Entiendo la base de la comparación, eso de que lo has parido (incluso con dolor). No he hecho un estudio sobre cuántos de esos alumnos tienen hijos de carne y hueso, de los que te despiertan a media noche porque tienen miedo o te besan sin motivo, ni quiero hacerlo, porque caería (mil por mil seguro) en alguna generalización estúpida. Pero no, mis libros no son mis hijos.
Es una comparación peligrosa que se extiende y se acomoda en el idioma, en la expresión cotidiana. Lo veo en las redes sociales, lo oigo en las clases, entre amigos escritores… No parimos libros, los escribimos. El peligro de la comparación es, para mí (y quiero recalcar mucho lo de la opinión personal, uso el paréntesis por si la negrita no es suficiente) de doble sentido. Por un lado, nos legitima para ofendernos cuando un lector critica el libro. Igual es mi lado docente el que sale aquí, pero no quiero luchar contra alumnos que se niegan a entender que solo intento mejorar lo que han escrito o darles pautas para hacerlo mejor. Aunque no es solo ellos. Tampoco quiero que mis amigos, mis compañeros de profesión, se sientan ofendidos cuando les regalo mi tiempo o un consejo. Que puede ser acertado o no serlo, cierto. Pero no es un ataque. Jamás pondría estrellas o valoraciones a los hijos de nadie, lo juro. Ni consentiría que nadie lo hiciera con los míos. No es por presumir, claro, pero mis hijos son los más guapos, listos, amables, buenas personas que pasean por el mundo. Es más, podría argumentar durante horas esto que he dicho. Decía José Martí que hay un niño más bonito que ninguno en el mundo y lo tiene cada madre en su casa. Bien, yo tengo dos.
Por otro lado, me asusta lo que de acomodaticia puede tener la comparación. Aunque mis hijos, ya lo he dicho, son perfectos, no está en mi mano que estén más guapos o más altos, que no se enfaden nunca ni den una mala contestación, que me besen cada noche sin que se lo pida.
Pero sí puedo hacer que mis personajes sean como yo quiero. Exactamente como yo quiero. Sí puedo mejorar sus voces, puedo afinar una descripción para que no suene a otras veinte mil escritas antes. Y no negocio. Con mis hijos negocio, intento convencerlos, cedo cuando veo que he perdido la batalla. No, no son batallas, qué manía con llevarlo todo al terreno de la violencia. Cedo cuando creo que estamos estancados en la negociación o cuando me doy cuenta de que han crecido y han madurado y que son capaces de tomar sus propias decisiones. Aunque se equivoquen. No es culpa mía que se equivoquen, pero sí lo es que mi narrador yerre.
Soy creadora. Soy artista. Y no quiero que mi capacidad de crear, de emocionar, de contar una historia se vea limitada porque no es culpa mía, porque el libro nació así, porque tiene su personalidad y mi obligación es acompañarlo en su desarrollo sin modelarlo a mi gusto. Y tampoco quiero usarlo como excusa. Si no os gustan mis libros, si os aburren u os ofenden mis historias, es culpa mía. Y decídmelo, por favor, os estaré muy agradecida.
Ahora bien, si no os gustan mis hijos, lo nuestro es imposible. Porque si la comparación es injusta y peligrosa para los libros, para nuestro yo creador, no lo es menos para los hijos. Encerradme en un psiquiátrico si valoro más la vida de una novela que la mía propia, si antepongo su bienestar al mío, si saco el coche a los dos de la mañana para que no tenga que volver sola o si me quedo horas bajo la lluvia con un frío del carajo solo para que mi novela sienta mi apoyo. Encerradme, por favor, si me veis besar un libro y decirle bajito, para que no se despierte, que lo quiero.
Hola, estoy completamente de acuerdo, yo también tengo los dos hijos más listos, guapos y buena gente ; )
A mis hijos los cuido y escucho, esté o no cansada, haga el día que haga, cuando ellos quieren, y a mis relatos los encierro en el ordenador cuando me parece oportuno, quieran ellos o no.
Sí, a eso me refería. Yo soy la primera que he usado esa comparación, pero a veces me asusta ver que la llevamos al extremo
No puedo más que quitarme el sombrero ante tu reflexión, Chiki. Dejaré de comparar mis libros con mis hijos, porque no tiene nada que ver lo uno con lo otro. A uno le daría de tortas para enderezarlo y al otro… al otro lo corregiría xD
Es broma, mi hija, como los tuyos, también es perfecta en todo y no tengo nada que cambiar en ella. Mis libros por el contrario…
Es que a veces se nos van de la mano las metáforas. Y sí, tu niña es perfecta. Y monísima.
Como madre y aprendiz de escritora, nunca he comprendido esa comparación.
Me dolería abandonar un libro o algo que esté escribiendo, pero sería incapaz de abandonar a un hijo. No sé, no es lo mismo.
Una reflexión muy acertada la tuya.
Un saludo.
Me alegro de que la compartas, Laila 🙂
Hola Chiki,
Yo no tengo hijos, pero sí que en más de una ocasión me había extrañado la comparación entre parir hijos y parir un libro, aunque no había llegado a profundizar tanto en la metáfora.
Reflexiones muy acertadas.
Por cierto, ¿has cambiado el diseño del blog? Hace un par de meses que no me metía. 🙂
Hola, Ålvaro, qué bien verte por aquí. El blog está en proceso de mejorar. Ha cambiado, sí, pero no es definitivo.
Ya hace un tiempito que no hablamos y un poquito más que no me corriges nada. Juraría que yo sí usé la comparación entre libros e hijos, igual contigo no pero con los amigos seguro. Creo que la emoción es tan grande, así como la incredulidad de verse uno capaz de escribir algo un poco largo (aunque sea una mierda) que, mezclado con la incapacidad de expresar esas sensaciones de forma acertada, nace el cóctel de la comparación resabiada.
La sensación de vaciarse, de expulsar algo de dentro de tu cuerpo, es fácil de asimilarlo con un parto. Con un parto como idea mental, como un elemento de nuestro imaginario común. Porque una cosa te voy a decir, el día 24 del pasado mes, mi super mujer parió nuestra tercera hija, Lea (perfecta incluso recién salida del terremoto que sufrió), y aquello no se parecía en nada a lo que yo hice con mi supuesto libro.
Un beso gordo, Chiki.
Iñaki Aranburu
¡Iñaki! qué bien verte, aunque sea así, de medio lado. Y un millón de besos para tus chicas. Enhorabuena.