
No lo sé todo.
Dice Lara que sufro síndrome de impostor, y tal vez sea cierto. Llevo quince años dirigiendo talleres de escritura y sé que lo hago bien, pero nunca sé si ese bien es suficiente. Mi ADN de profesora dio la cara cuando aún no sabía nada. Acompañaba a mi padre en sus talleres para profesores y me ponía trajes de chaqueta y zapatos de tacón para aparentar más años. O más tablas. O más, solo más. Porque un profesor debe ser alguien en quien confíes y eso, desde este lado, siempre me ha dado miedo.
Saber algo no significa que sepas enseñar ese algo. Todos hemos tenido profesores genios, capaces de poner a bailar dos moléculas en un tubo de ensayo e incapaces de explicar por qué no es lo mismo sumar que restar. Y, en esto de la escritura, no es lo mismo saber escribir que saber enseñar a escribir. Sé escribir, escribo bien y soy demasiado vieja para falsas modestias. No van por ahí los tiros.
Este año tengo doce alumnos enfrascados en novelas. Me siento orgullosísima de que los doce tengan su novela en marcha y de que, muy probablemente, todos la vayan a terminar. Sé que una parte de ese éxito es mío. Una parte pequeña, pero parte al fin y al cabo. Pero también sé (ahora) que, aunque ellos han crecido mucho en este tiempo, puede que yo haya crecido más.
El viernes, en la clase de novela, comprendí que parte de mi aprendizaje ha consistido en entender que puedo ayudarlos a ser ellos. Que no tienen por qué escribir como yo. Ni siquiera lo que a mí me gusta. Es más, ni siquiera lo que conozco. El porcentaje de novelas juveniles de mi grupo es más alto que el de cualquier otro profesor de novela y eso me hacía sentir que los estaba condicionando, como esos dioses que hacen a su imagen y semejanza a los pobres mortales. Pero ahora, después de mi clase del viernes, creo que no, que solo es que les he contagiado mi entusiasmo, que les he propuesto lecturas a las que no se hubieran acercado y, con eso, les he dado una opción diferente y algunos la han elegido. Hemos disfrutado mucho leyendo Harry Potter, nos hemos enamorado de Biografía de un cuerpo y hasta me atreví a pasarles una novela mía (inédita, no los obligué a comprarme un libro), para hablarles del proceso creativo, el mío, pero luego me dio tanta vergüenza semejante alarde de ombliguismo que nunca llegué a comentarlo en clase.
El viernes (decía) estuvimos analizando Stoner, de John Williams. Un novelón que os recomiendo, ya que nos ponemos. Y cuando estábamos hablando de estructura, de tramas, de ideas principales y secundarias, tracé un esquema en la pizarra. Soy muy amiga de la pizarra, aunque solo sea para hacer garabatos. Y de pronto, al girarme, vi tres teléfonos en alto fotografiando el dibujo de mi esquema y casi me escondo debajo de la mesa. Creo que hasta les pedí que no hicieran fotos. Tal vez fue mi síndrome de impostor, como dice Lara, pero me dio pánico que algo tonto, dibujado a mano alzada sin haberlo meditado mucho, quedase guardado en algún sitio. Y cuando me siento incómoda y tengo miedo, las clases no fluyen.
Las clases de escritura deben ser un entorno cómodo, fiable, un lugar en el que el alumno sienta que alguien lo sujeta para que no caiga a ese abismo al que se está asomando (y si un alumno me hiciese esta metáfora le diría que buscara otra menos manida, así son mis contradicciones). Esa confianza ciega del alumno hacia el profesor me produce vértigo. Al recomendar un cambio, al sugerir una línea nueva, tal vez estoy castrando al alumno, le estoy impidiendo crecer en una dirección que podría haber sido buena, aunque yo no lo haya visto. No lo sé todo, no soy infalible, y tengo que mantener en equilibrio a un artista mientras crece. Sé que suena dramático, pero juro que me da miedo.
Vuelvo a mi clase, a mi viernes, que para estar presumiendo de buena escritora estoy resultando un desastre. Rebeca está haciendo una novela maravillosa. Dura, arriesgada, incomodísima. Le duele escribirla y nos duele leerla. Confía en mí y eso también duele un poco a veces. Es un género que no leo mucho, que no practico. Seguro que hay otros profesores en la Escuela que saben mil veces más que yo y que le podrían mostrar ejemplos que yo desconozco. Pero ahí vamos, pasito a pasito, creciendo juntas. El viernes trajo un capítulo magistral. No es exageración, de verdad. En una novela que te quita el aire durante cien páginas, de pronto había luz. Y supe, según empezó a leerlo, que era una luz falsa, que era dejarme subir para que el golpe, la caída, fuese más fuerte. Más dolorosa. Más demoledora y, a la vez, más genial, en el sentido literal de la palabra. Y se lo dije. Le advertí del riesgo, de los lectores que podía perder por ese juego, del peligro de girar hacia un género distinto. Aún estaba tensa por los teléfonos y mi dibujo absurdo en la pizarra, cuando Rebeca me preguntó:
—Si fuera tuyo, si lo hubieras escrito tú, ¿te arriesgarías?
Suelo tardar un poco en contestar preguntas difíciles, las medito, mido las consecuencias de lo que voy a responder. Pero esta vez no. Me salió solo:
—Si supiera hacerlo, por supuesto.
Y creo que ahí, justo en ese momento, crecimos un poco las dos. Ella, porque necesita comprender de una vez por todas que está haciendo una buenísima novela y yo porque al fin me di permiso para decirlo en voz alta: No lo sé todo.
Mi síndrome de impostor me seguirá acompañando en cada clase, cada viernes con mis chicos de novela y cada jueves con las de Infantil y Juvenil. Pero ahora sé que no pasa nada. Que no lo sé todo, que no tengo todas las respuestas. Y que, aun así, sacaremos adelante sus proyectos. Y que, ellos a mí y yo a ellos, nos habremos sujetado para no caer en ese abismo metafórico tan manido.
Y tan cierto.
Defiendo a capa y espada a los impostores en las aulas. Desconfío mucho de la gente que se planta delante de la clase y dice, sin tapujos, que ya sabe hacerlo todo, que eso es así porque lo dice ella, que ya lleva muchos años en esto. El día que crea saberlo todo será el día que tenga que salir del aula porque, si ya no puedes aprender, ¿cómo les explicas a tus alumnos cómo se aprende?
¡Exacto! Jo, cómo me gusta tener profesores a mi alrededor. Gracias, Ruth.
Ser profesor siempre es riesgo. Es muy dificil no dejarse llevar por uno mismo e intentar ser mitad de otro y otro y otro. El profesor se coloca delante del aula y se proyecta. Es lo más parecido a un padre que cree que sabe lo que le conviene a su hijo.
El profesor es humano, hierra a cada paso que da, por miedo o vergüenza. Debemos comprender que toda pasión (y enseñar es pasión o es una piedra mal puesta en la orilla de un rio sin caudal) conlleva incetidumbre, miedo, vergüenza y espejo.
¿Espejo?
No existe la verdad absoluta, tan solo el gato de scrödinger. Tenemos que dejar de lado a nuestro si-no y es casi imposible.
Entrar en un aula es salir de uno mismo y verse desde la distancia y, muchas veces, da miedo.
No sé nada. Llevo poco en esto (en la vida y en la enseñanza), pero Chiki es profesora.
De no serlo no se lo plantería. De no serlo, no hubiera escrito esta entrada en su blog.
Me gusta mucho tu forma de ver la enseñanza. Gracias 🙂
Siempre será más fácil tomar los riesgos, si vamos de tu mano, Chiki.
Pero qué bonito es arriesgar en equipo
Que un profesor tenga el síndrome del impostor es la mejor garantía de que seguirá mejorando cada día, que querrá crecer para que cada clase sea mejor que la anterior y que dará todo lo que tiene para que sus alumnos crezcan con él.
Gracias,Ana. En eso estamos, en mejorar poco a poco.
Que bueno leer esta opinión tan clara de una profesora “ser humano”
Gracias por el piropo, Patricia.
Chiki, sabes que te admiro por cómo escribes (fantástico texto) y por esas ganas de hacer siempre las cosas bien 🙂 Y no sabes cómo te entiendo con ese síndrome… Besos.
Gracias, Laura, muchas gracias. Tú sabes bien que esto de las clases nos da la vida. Un beso
Me encantan los profes que no tienen problema a la hora de decir que también sienten a veces los pues de barro. Creo que eso los hace mejores. Y conozco a unos pocos…
Muy buen artículo, Chiki.
Adela querida, el barro nos devuelve un poquito la humildad. Es bueno pisarlo.
Que identificada me siento. Soy profesora desde hace más de 25 años y vivo (siento) ese síndrome del impostor casi a diario. Más, ahora que la digitalizacion en mi área avanza tan rápido. Gracias Chiki, por poner en palabras sentimientos que nos hacen sentir vergüenza cuando no debería ser así.
Respecto a la toma de fotos es una cuestión primero de educación. Muchos profesores, docentes y conferenciantes ya estan solicitando que no se fotografien proyecciones (cañón diapos) o se les grabe.
Segundo, hay una cuestión legal. No se debe difundir en redes sin consentimiento expreso del sujeto (o de su “creación”). No se podría difundir pero… se hace. Puede parecer un poco paranoico, pero conozco un caso en que se ha perjudicado gravemente la reputación de uno de mis compañeros, un profesor excelente con un montaje lamentable (doblando su voz y haciendo mofa). Muy duro. Tiene un problema de dicción, y a punto de jubilarse, ver como se rien de él en las redes con efecto multiplicador. A mi me parece un acto casi criminal.
Bueno y yo me he ido por las ramas. Parece mentira que quiera ser escritora 🙂
Libertad, gracias por tus palabras. Sobre las fotos, no había mala educación ni nada, solo era una forma de tomar apuntes. Un abrazo