
Me gusta contar cosas bonitas. Es un horror de sintagma: “cosas bonitas”. No hay sustantivo más abstracto que “cosas” ni adjetivo menos concreto. Y todos sabemos que la concreción es la base de la buena narrativa, pero así son mis contradicciones.
Suelo pedir a mis alumnos que hagan un mapa conceptual de sus proyectos. Qué quieren escribir, cómo quieren escribirlo y, sobre todo, por qué quieren escribirlo. Y, qué paradoja, me cuesta mucho menos ayudarlos a encontrar su respuesta que responder. Hoy, que me han pasado cosas bonitas, tal vez sea un buen momento para intentarlo.
Hay escritores que quieren conmover; otros quieren cambiar el mundo, hacerse famosos, despertar conciencias… Supongo que es difícil elegir un solo motivo, pero por algún sitio hay que empezar. Qué quiero. Por qué escribo. Para qué. Descartado lo de hacerme rica porque, como explica César Mallorquí mucho mejor que yo, esto es una lotería y comprar boletos requiere menos esfuerzo, casi todas las respuestas me llevan a un mismo punto: provocar algo en quien va a leerme.
Emocionar.
Eso quiero.
Lo quiero yo y lo quiere el noventa por ciento de los escritores, así que, como ejercicio de sinceridad, me ha quedado un poco manido. Cosas bonitas. Emocionar. Arderé en el infierno de los abstractos.
Yo escribo para niños y para adolescentes. No, perdón. Yo escribo novelas y cuentos para niños y adolescentes. Pero soy escritora veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Cuando cuelgo algo en mis redes sociales, cuando escribo un mensaje a los alumnos, cuando hablo sobre un escenario porque no he sabido decir que no (de mi pánico escénico ya hablamos otro día). Soy escritora de papel y de palabra. Sé, aunque me lo niegue, que intento emocionar hasta cuando hago la lista de la compra. Pensar en niños y adolescentes durante una gran parte del tiempo me ha hecho ser así. O tal vez es al revés, ser como soy me facilita escribir para ellos. Me provoca el deseo. Porque de eso va todo, de deseo. Ahora lo entiendo. Y de dar vueltas y escribir muchos párrafos para que parezca que he respondido a esa pregunta tan incómoda: “¿Qué quieres, Chiki?”.
Quiero emocionar, sí, pero en positivo. Quiero arrancar sonrisas. Provocar calor, calor del bueno, no del que anuncian los telediarios, del que nace dentro y se queda allí, como un poso de felicidad incomprensible y absurdo al que volver cuando necesitamos refugio. El mundo es como es y yo no voy a cambiarlo. Admiro a los escritores que se fijan ese objetivo, los admiro y hasta los envidio, pero ahora sé que no es mi lugar. Yo no quiero cambiar el mundo, solo intento que un lector, uno, se fije en un chico que sonríe en el metro, entre mil caras de enfado. Y que le devuelva la sonrisa. Quiero rescatar el mensaje que agradece algo en redes sociales, entre los mil que reclaman. Quiero escribir cuentos y novelas que dejen a mis lectores con la sensación de que el mundo en el que viven no es malo, no es hostil. Porque no lo es. Porque yo no creo que lo sea.
Así que vuelvo al inicio. A mi pregunta. Quiero contar cosas bonitas. Tan abstracto, tan poco profesional, tan contradictorio en alguien que insiste en las bondades de la concreción. Quiero sentir calor, calor del bueno, cuando escribo un cuento, una novela, una historia del metro. Cuando envío un mensaje a los alumnos o cuando hago la lista de la compra. Porque el mundo (mi mundo) no es hostil, no es malo, pero a veces es un poco frío. Y cada cosa bonita que cuento me arropa.
Ahora, al escribirlo, me doy cuenta de que tal vez no solo quiero emocionar a otros. Tal vez, solo tal vez, no tenía que buscar las razones fuera, no se trataba de provocar algo en los demás, sino de provocármelo a mí. Y negarme a reconocerlo hacía tan difícil encontrar la respuesta.
Puede que, a lo mejor, tal vez, quién sabe, me guste contar(me) cosas bonitas para arroparme en palabras. O tal vez no, tal vez solo soy una escritora en abstracto.
Objetivo conseguido 😍
Me gusta mucho, como siempre!!!